Revista Coaching
Hace algunos años, el término “innovación” fue el tótem que guiaba nuestro imparable éxito, un milagro cimentado en la especulación, la ambición desmedida y la corrupción de unas estructuras políticas que en apenas dos décadas habían pasado del aprendizaje demócrata al viejo turnismo remozado. Pero la innovación apenas si contribuyo a aquella mascarada pese a los excesos y barbaridades que se hicieron a su amparo. Todo aquello ha pasado y ahora, la segunda década del siglo ha visto nacer una nueva estrella: el emprendimiento. Como en el caso de la innovación, no se trata de nada nuevo en el firmamento económico lo que ya indica el grado de interiorización que ha tenido hasta ahora en nuestra sociedad. Pero ni la economía se libra de modas y tendencias y ahora es el tiempo de hablar del emprendimiento. Hablar y poco más. Resultará difícil que la moda del emprendimiento llegue a alcanzar los niveles de uso y abuso que tuvo su antecesora la innovación. Y la razón resulta evidente: no hay dinero. No hay dinero para organizar grandes eventos en torno al fenómeno convocando a los grandes gurús del milagro para que, previo pago de tropocientos mil euros y suite real, nos cuenten cuatro generalidades que puedes leer en la Wikipedia. No hay dinero para publicar reales decretos concediendo millones para el estímulo y la necesaria concienciación en torno al fenómeno que podrían acabar en la producción en serie de planes estratégicos sin apenas sentido estratégico, el desarrollo de cientos de incubadoras, trampolines y otras gaitas que más presumen de edificio a la última que de aventuras perdurables en torno a la generación de valor. No hay dinero para crear sociedades públicas de promoción, fundaciones empresariales, iniciativas sin animo de lucro, laboratorios de base municipal, publicaciones de satinado papel que esperen al Juicio Final en alguna mesita de sala de espera y cientos de ocurrencias nacidas de la abundancia improductiva. Lo que si hay es seis millones de potenciales emprendedores que difícilmente llegarán a serlo. Algunos no podrán por su baja o nula cualificación profesional. Otros que apenas si se atreven a levantarse cada día arrastrando su absoluta derrota emocional, jamás podrán reunir no el valor, sino una nueva ilusión para llegar a ser emprendedores de pro. Los hay superlativamente preparados que atesoran en su juventud suficiente valor y ambición para acometer la aventura, pero carecen de algo tan básico como el acceso a una financiación razonable por lo que habrán de contentarse con la variante emprendedora del exilio profesional. No, de momento, el emprendimiento no será la formula mágica que algunos pretenden. Quedará en discurso oportunista de político de turno y artículo de fondo de la prensa salmón. Y no es una cuestión de pesimismo, sino más bien de optimismo bien informado. Sin embargo, no está todo perdido porque existe otro emprendimiento que llamamos interno. Un fenómeno que se produce en el seno de las empresas cuando estas deciden alinear cuatro elementos estratégicos: personas, talento, conocimiento y valor. El Emprendimiento Interno no exige grandes inversiones aunque sí revoluciones. No demanda grandes riesgos aunque sí una fuerte convicción en el futuro. No son necesarios grandes cambios, pero sí decisión y voluntad. A cambio, obtendremos mayores cotas de eficiencia y productividad, incrementos de la competitividad, crecimiento exponencial de la cohesión y la confianza. En definitiva, crecimiento y valor. Sólo necesitamos empresas que se atrevan a mirar más allá de la cuenta de resultados de supervivencia, directivos que se arriesguen a imaginar su empresa de otra manera, trabajadores que vayan más allá de la obligación contractual y unos poderes públicos que dejen hacer lo que ellos no pueden hacer. ¿Nos ponemos en marcha?