Revista Arte

El padre del tiempo fue en el Arte una vez la terrible alegoría de una vida que finaliza desesperada, sangrienta, cruelmente.

Por Artepoesia
El padre del tiempo fue en el Arte una vez la terrible alegoría de una vida que finaliza desesperada, sangrienta, cruelmente.

¿Es el fin de la vida lo verdaderamente terrible, lo más verdaderamente terrible en el mundo? El sentido de la finitud de las cosas de la vida fue responsabilizado en la figura del tiempo inapelable. La mitología griega lo personificaría en Cronos, o Saturno, el dios temible que acabaría hasta con sus propios hijos devorándolos. Había sido representado como un anciano semidesnudo con barba que portaba un reloj de arena; pero, también, en los trágicos momentos, llevando una guadaña como el sentido más inequívoco de asimilación del tiempo a la muerte. A comienzos del siglo XX el pintor español Ulpiano Fernández-Checa (1860-1916), un posromántico modernista, crearía su obra El padre del Tiempo. Su apasionada vocación artística a pintar caballos galopando le llevaría a componer el tiempo ahora como un jinete desbocado, simbolizando así el veloz paso inevitable del mismo sobre la tierra. Sin embargo en su obra la representación del tiempo no era ahora sólo una alegoría iconográfica más del paso inevitable de la vida. Porque ahora el tiempo, el padre del tiempo, cabalga atroz sobre las ruinas de un mundo que es arrasado vilmente por la guadaña ensangrentada que blande a su diestra. La obra de Fernández-Checa incluía además una variación tendenciosa sobre una crueldad añadida a la finalidad del tiempo o de la vida. De hecho, en algunas reseñas a la obra es sustituido su título original por Un jinete del Apocalipsis. Pero para el pintor no fue un apocalipsis catastrófico del fin universal del mundo lo que trataría de representar, sino la terrible verdad del fin ensangrentado de la vida de una forma concreta, en este caso la vida humana. Porque la vida del ser humano no siempre terminará así, ensangrentada. Tampoco el dios del tiempo sería representado en la historia del Arte con esa fiereza con la que aquí se mostraba. Había algo más que el pintor quiso reflejar en su pintura, pero, ¿el qué? La mitología mostraba a Cronos, el padre mitológico del tiempo, destruyendo a sus propios hijos, como Rubens o Goya lo pintasen genialmente. Pero aquí, en esta obra postromántica, ¿que sentido tendría ese alarde destructor ahora? 

Fue una premonición artística de la cruel y despiadada forma del paso del tiempo como muestra de una vida que no tuviera solo representado su dolor en la nuda finalización de ella misma. Ahora el tiempo recorrería, con la inercia más desenfrenada, el camino más oscuro de una finalización ensangrentada. Porque el mundo tendría su tiempo acordado ya en la metáfora del paso inexorable de la vida en el Universo, de la inevitable transformación cósmica de las cosas que afectaban a la propia vida. Pero el pintor español no quiso expresar así esa metáfora finalizadora tan natural del mundo. Hay en su obra ahora una metáfora de la crueldad de la vida que su fugacidad llevará consigo discriminadamente. Esta discriminada forma de crueldad era una forma que ahora no estaría asociada a la finalización natural de la propia vida. Obedecía a otra cosa, a una que el ser humano mismo llevará dentro de sí en su despiadada y terrible manera de sustituir la labor finalizadora de un dios por su cruel decisión tan infame.  No hay determinación universal ni acabamiento concertado de un mundo en donde los ciclos obligaran a terminar lo que una vez fue iniciado antes. No, ahora era otra cosa diferente. Una desoladamente sangrienta cosa ante la única causa que lo haría posible en este mundo: el egoísta sentido doloso más ensordecedor del propio ser humano. Así que el dios del tiempo acabaría simbolizando aquí una crueldad ajena llevada ahora por una vil determinación final... ¿inevitable? Porque ahora no era el sentido universal de un cosmos organizado que tuviera la finalidad de dirigir así, hacia su finalización, un mundo controlado ya por sus propios ciclos. Ahora era una finalidad terrible dirigida por el propio hombre, por su arbitrariedad más infame y peligrosa, esa misma que le llevaría a convertirse en un hijo modelo y ejemplar del temible paso del tiempo implacable.

Ante la propia vida que sobrelleva el tiempo inevitable y su finalización previsible, el ser humano sufrirá otra terminación consecuencia de su propia naturaleza maliciosa y despiadada. ¿Qué hacer entonces para sojuzgarla? ¿Qué metáfora utilizar para conseguir representar una forma de finalización que ahora no es más que la asesina actitud de unos seres sobre otros? El pintor posromántico lo hizo con la alejada alegoría de un dios del tiempo acelerado por terminar, inevitablemente, la vida caducada en el mundo. Así es como aquel pasa ahora sobre la tierra despojando la vida, rápidamente, sin esperar a ver si es uno u otro a quien la siega. El caballo que lo dirige sin control avanzará con la misma desenfrenada pasión que el propio dios del tiempo imprime en su ánimo. No hay esperanza, no hay espera, no hay tregua, no hay otra manera de hacer lo que hace. Es la única forma de llevar una realidad cósmica a la vida y al mundo. ¿Cómo no bastará para que el ser humano tenga así solamente que esperar el momento inevitable que todos llevamos escrito en la vida? No bastará. El propio ser humano lo decide ahora con su atrevimiento desenfrenado de una ambición tan despiadada y maligna. ¿Hay algo peor que el paso del tiempo inexorable? Sí. En los despojados momentos de la vida que unos seres sufran ante la dura ensangrentada guadaña de los pérfidos asesinos del tiempo estará la peor de las defenestraciones que el mundo y la vida soporten de una finalización absolutamente incomprensible. No hay justificación para eso, no hay perdón, ni cabida en la historia de la humanidad de una actitud tan infame. ¿Cómo no entender ya de una vez que la vida encierra en sí misma una desolación para poder sobrellevarla? No bastará. Y ahora seguirán recorriendo la tierra con su cabalgadura veloz llevando así la afilada cuchilla ensangrentada de la muerte...

(Óleo El padre del Tiempo, 1900, del pintor posromántico Ulpiano Fernández-Checa, Colección Privada.)


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