Tras el visionado de El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), son muchas, muchísimas, las preguntas que asaltan la mente del espectador. La no menos importante es: ¿qué le pasa a la gente que rodea a Willie Stark? Todos saben cómo es, todos han comprobado con creces su carencia de escrúpulos y los límites a los que puede llegar para conservar su posición, todos se dan cuenta de que es capaz de todo por aferrarse al poder. ¿Por qué, entonces, continúan a su lado? ¿Por qué trabajan día tras día para él mientras tratan de cicatrizar sus propias heridas del desgaste y la erosión producidos por la cegadora luz del faro bajo el que se cobijan? ¿Por qué se enamoran de él si conocen su naturaleza podrida y criminal? ¿Por qué no le denuncian a las autoridades o publican en la prensa sus fechorías y desmanes cuando ellos solos, con un pequeño paso, podrían acabar con su pretendida grandeza? Ahí, más aún que en la avasalladora figura del protagonista, radica la importancia de una película como El político, su foco real de atención, su tema de fondo: no en la corrupción del líder propiamente dicha, sino en los mecanismos que hacen que quienes lo rodean sean indulgentes con ella, la acompañen, la promuevan, la fomenten y la contemplen con tibieza, si no con agrado o incluso con aprovechamiento. De hecho, el título original en inglés, que se traduciría por Todos los hombres del rey, evoca directamente el tono de tragedia propio de William Shakespeare, esas atmósferas enrarecidas y atormentadas en las que el ascenso al trono y su conservación a toda costa, el desarrollo de las paranoias conspirativas y los baños de sangre preventivos, son el escenario al que conduce inevitablemente un destino ya previsto.
Pero El político es mucho más. Especialmente supone un retrato sin anestesia de los entresijos de los regímenes democráticos, incluso de los respetables, particularmente en tres vertientes: la primera, en cuanto a la inmensa influencia de los grupos de presión no elegidos por los ciudadanos en el proceder de los representantes que, en teoría, están para satisfacer las demandas y los derechos de los electores y velar por el cumplimiento de la ley; la segunda, el retrato del poder como droga seductora capaz de nublar juicios, diluir principios, sepultar conciencias y arrancar sentimientos e ideales con tal de alimentar el lado oscuro que todos llevamos dentro: el egoísmo ilimitado (la famosa frase de el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente); por último, el aspecto público, la forma de gestionar ante los ciudadanos una realidad manipulada y populista que permita el mantenimiento de una fachada de falsa rectitud y respetabilidad que posibilite la continuidad del tráfico subterráneo de influencias, negocios, extorsiones y componendas para sacar adelante los objetivos espurios de los poderosos y de quienes los financian y viven de ellos, así como el enriquecimiento, por lo general ilícito, de todos los actores esquilmando, abiertamente o de manera oculta, las arcas públicas. Es decir, ni más ni menos, que Robert Rossen, director y guionista, y Robert Penn Warren, autor del libro galardonado con un Pulitzer en el que se basa la película, ya adelantaron en 1949 lo que viene a ser la realidad de la política española históricamente predominante y que el régimen democrático de “derechos” y “libertades”, hoy más que nunca en cuestión, solamente ha hecho más visible, tangible, desde 1978, pero sin llegar ni siquiera a acercarse a su erradicación.
En una hora y tres cuartos, Rossen nos presenta la premonitoria, para España y buena parte del mundo, historia de Willie Stark. Es imposible no ver en ella una aproximación bastante exacta a lo que es el relato de ascenso y “caída” de montones de nombres conocidos del panorama público español e internacional. Stark, interpretado por un magistral Broderick Crawford, ganador del Oscar cuando ganarlo significaba algo, da vida a un hombre sencillo y valiente que lucha contra viento y marea frente a los poderes establecidos de su Estado, denunciando sus maniobras corruptas, el choque entre los intereses de quienes sostienen el poder y el bienestar de los ciudadanos.Convencido de que es la única forma de cortar de raíz esa situación, se presenta a gobernador. Entonces atrae la atención de un periodista local, Jack Burden (John Ireland), que lo contempla con simpatía y con la esperanza de que a través de Stark, en quien ve un hombre cabal y bienintencionado, un padre de familia humilde, un hombre del pueblo, puedan cambiar las cosas. Al fin y al cabo, Stark se ha hecho a sí mismo: de la agricultura ha pasado a la política a través de la escuela nocturna, las clases de derecho y su incipiente profesión de abogado. La derrota estrepitosa parece frenar a Stark, pero sólo es un espejismo: un grupo de influyentes hombres de negocios de la capital le propone a Stark presentarse de nuevo con la ayuda de su equipo, encabezado por una mujer carente de toda ética (excepcional Mercedes McCambridge), en lo que no es más que una maniobra del candidato favorito para multiplicar los oponentes y fragmentar el voto de sus rivales. Sin embargo, Stark, con un discurso sentimental y populista, improvisado cuando las recetas y las fórmulas prefabricadas que le escriben no sirven para calar en el pueblo y su candidatura es ridiculizada por los medios, consigue ganarse a sus conciudadanos, dar un vuelco a las encuestas y, tras una derrota por la mínima, finalmente triunfar en la siguiente elección. Pero el reciente revés electoral ha cambiado algo en Stark, no solamente ha hecho que se haya distanciado de Lucy, su esposa, (Anne Seymour), sino que ha provocado algo más profundo, más íntimo, y mientras Jack Burden lo percibe, nota que su semblante se ha oscurecido y su mirada se ha enturbiado, nadie alrededor, ni siquiera su prometida Anne (Joanne Dru), ni su futuro suegro, el venerable juez retirado Monte Stanton (Raymond Greenleaf), ni su inmimente cuñado Adam, un médico que intenta conseguir la construcción de un hospital, parecen reparar en ello. Stark logra el apoyo incondicional de los Stanton (una familia de lo más respetable, punto de referencia para todos los demócratas del Estado, considerada como la aristocracia del mérito local) gracias a sus promesas respecto al hospital de Adam, ficha al juez como nuevo fiscal general y cautiva a Anne con su aparente rectitud moral. Pero Jack sabe la verdad: las maniobras barriobajeras de Stark, sus pactos con sus enemigos políticos y económicos, a los que critica en público pero complace en privado, para conseguir ganar las elecciones, la forma en que se ha hecho con el control de la radio y la prensa, sus investigaciones de personas influyentes a las que extorsionar para decidir el sentido de sus votos o de sus actitudes públicas (incluido el juez Stanton, del que averigua un vergonzoso secreto que lo atará indefectiblemente al destino de Stark) o, directamente, el recurso al crimen para intimidar a los disidentes o para eliminar la amenaza policial que se cierne sobre su hijo (John Derek)… Sin embargo, aunque la podredumbre no deja de acumularse bajo los pies y en torno a Stark, que gana en paranoia, delirios de grandeza y conciencia mesiánica de sí mismo a cada momento, eso no debilita su posición, y cuando el Senado del Estado decide tomar cartas en el asunto ya es demasiado tarde: Stark tiene demasiado bien atados los hilos del poder para verse cuestionado, y la corrupción sale triunfante entre los aplausos de un pueblo entregado a su líder, a uno de ellos, a alguien en quien se reconocen (punto fundamental en el guión, la empatía entre el corrupto y sus votantes…), a quien les escucha y los protege frente a los poderosos de la clase que históricamente han tenido en contra… Aunque por fin llega el desengaño de quienes lo rodean, no basta para derribarlo democráticamente. Será la venganza, y no otra cosa, la que terminará por vencer a Willie Stark, en lo que es una escena realmente escalofriante, que años después terminaría por verse, casi retratada al milímetro, en los televisores de todo el mundo…
La ácida visión de Rossen, contada con ritmo trepidante, tono a un tiempo lírico y trágico, dolorosa y tristemente realista, que manifiesta una honda comprensión de los mecanismos psicológicos que rodean al poder y de las debilidades humanas de quienes se ven seducidos por él o por quienes lo ejercen, compone una película sobresaliente, repleta de matices, temas y perspectivas, con un guión riquísimo y complejo, magníficamente sostenido por todos los intérpretes, que apunta hacia las estructuras políticas, económicas y periodísticas como agentes corruptores de la sociedad, pero también a la carencia de auténticos valores, de referentes éticos y morales tangibles que impidan o limiten el triunfo de los corruptos. De este modo, la responsabilidad no es sólo colectiva, del hombre en cuanto animal político, sino invididual, del ser humano para consigo mismo, en su profesión y también en su vida privada. Uno tras otro, el espectador comprueba cómo todos los personajes terminan por ceder ante el irresistible influjo del dinero, las influencias, los favores, los tinglados que posibilita el dominio absoluto de todos los resortes de la vida política. Algunos conservan la mirada amarga de la decepción, se dan cuenta del proceso de demolición interior al que han sido sometidos; otros se avergüenzan del punto al que han sido capaces de llegar, que incluye la destrucción de su propia personalidad, la venta de su alma al diablo del poder, y la distancia irreversible o la desaparición física de aquellos a quienes amaban. La mayoría irreflexiva, la que se deja deslumbrar por el juego del joven Stark en el equipo local de fútbol americano, los que leen las revistas del corazón, la que pasaa por la vida sin que la vida pase por ella, no obstante, aplaude, vitorea, corea himnos triunfales y eslóganes vacíos y, cuando la última tragedia de muchas sobreviene, deja correr lágrimas por el “padrecito” perdido, el hombre del pueblo, el patriota que velaba por sus intereses… El patriotismo como anverso del latrocinio organizado, las cúpulas de los partidos repartiéndose sobres con dinero en efectivo sin declarar que en última instancia ha salido de los impuestos de los ciudadanos, la cantinela mediática de una prensa clientelar, subvencionada, analfabeta, inculta, dirigida por acólitos y cortesanos de gabinete, estómagos agradecidos que pretenden ajustar la realidad a sus intereses para mantener la ficción de una democracia real, madura, en funcionamiento, las adjudicaciones contractuales para obras públicas, necesarias o no, con que enriquecer las empresas de los camaradas de fiestas, cacerías o viajes organizados, concursos de contratatación teledirigidos para que los ganen los amigos que antes han contribuido generosamente a la economía de la campaña electoral, la ocultación de los criminales que se esconden en las propias filas y el uso de la policía y las instancias judiciales para hacerlos intocables, el nombramiento a dedo de cargos públicos que mantengan el “orden” y el statu quo y sepan hacia dónde no hay que mirar, el servilismo, la tiranía encubierta, la democracia de papel mojado, la Constitución como Biblia a interpretar al pie de la letra, cárcel, que no libertad, para el ciudadano, el abuso de sus derechos, su amortización cuando los ciudadanos, en términos contables, dejan de ser rentables… El político de Robert Rossen planta ante el espectador un espejo que le obliga a mirarse en el personaje de Jack Burden, a aceptarse como él, con sus virtudes, ya olvidadas, y sus miserias presentes, sobre todo en su estupidez por aceptar, sin cuestionárselos, los mecanismos tramposos que llevan a tergiversar la realidad, a camuflarla, a ocultarla. Y también le obliga a sacar la cabeza por la ventana y reconocer el mundo en el que vive. Un documento real que pone a las claras la falsedad de nuestra presunta, y autocomplaciente, realidad.