Un día oí a un importante político decir: “Al hilo de la intervención, la complejidad de los estudios estatutarios podrán ser analizados hasta el detalle de la realidad, pieza clave en el desarrollo del futuro de España. Hace falta algo más que sentarse en el gobierno para gobernar”. Fin de la cita.
Como la cita había terminado, yo, anonado, con todos los deseos olvidados, me fui al último rincón de mi vivienda a desintoxicarme. Trataba de alcanzar cual era la “pieza clave en el desarrollo del futuro de Spain”, cuando escuché a otro político de otro partido decir esto:
“En cualquier caso, el instrumento de prospección social podrá concebirse en un marco adecuado y por tanto, puede seguir nuestro ejemplo. España necesita un presidente decente y usted no lo es.”
No quería rechazar ninguna pasión, pero las palabras vacías me salían por los oídos, me di una tregua conmigo mismo. Había leído a Tagore decir que antes de llegar al infierno verás volar en la oscuridad una mariposa escarlata que serán unos labios. Debía de ser algo de esto.
Recordé un día que en una pausa en un encierro laboral hablé con un viejo luchador. Calmado, tranquilo, todo sensatez, me dijo que cualquier conquista laboral o social no se hacía en una hora, ni en un día, ni en una huelga. Me contó que era calderero, uno de los oficios más duros que se conocen. Todo el día moviendo, cortando al fuego o soldando hierros. Y que la dureza de este trabajo, después del dolor de huesos, te hace recapacitar sobre la inmediatez de la cosas. De cómo hay que golpear al hierro para que se ablande.
Me di cuenta, por ejemplo, que el discurso del primer político era revelador de un duro acero. Era el sistema, el poder económico tapado, ahíto de mentira y verbo vacío.
Y que la puesta en escena del segundo era pura parafernalia. Quizá, el mismo sistema, tapado y oculto, pero dirigido –sólo en campaña electoral- a la sensibilidad de otras gentes.
Pedro, el calderero, tenía ya más de sesenta años y cada día tenía que mover planchas de acero de tres toneladas, estaba acostumbrado a los “grandes pesos”, hablaba de que había que dar bastantes martillazos, por eso no tenía prisa.
Cuando mi hígado se repuso de tanta palabrería, de tanto discurso banal y fatuo, me acordé de la serenidad de Pedro, el calderero. Nada le impresionaba. Había estado tres años en una cárcel franquista, y cuando salió libre siguió siendo militante y haciendo pintadas a las doce de la noche, cuando se tenía que levantar de madrugada. “Ser” o “hacer” política era esto. Luchar contra el acero y no morir ahogado en la mentira.
No hemos llegado a la gloria y hemos bajado varias veces al abismo. Al penúltimo le llamaban “transición democrática”. El último era “recuperación económica y unidad de la patria.”
Estoy en una taberna de Córdoba y veo el aletear del vino como una mariposa escarlata. Pero estoy seguro de que no estoy en el infierno. “El infierno son los otros” (J.P. Sartre)
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