Revista Cultura y Ocio

El Pastel de terciopelo rojo, por Majo López Tavani. Arte por Francis Denis.

Publicado el 06 marzo 2014 por Javier Flores Letelier

*Nombre de la obra superior, “Christ aux cheveux blancs”, “Cristo con el pelo blanco”
Especificaciones técnicas: Óleo sobre cartón de 49 x 59 cm, dispuesto en marco de 62 x 72 cm con vidrio.
 

Podría fantasear y decir que Lucrecia Borgia,
La Benévola,
abría su anillo de esmeralda triangular,
y el polvo de veneno caía sobre la porción de pastel rojo.
Luego se la entregaba a él, en un pequeño plato violeta,
también triangular.

Había pedido un Cake Red Velvet*. Le recordó a ese chico que había pedido un kilo de helado con chispas de chocolate, incluso al anciano, el de las frutas secas. Claro que las posibilidades de ofrecer un plato digno eran de cuarenta dólares Hacía ese trabajo desde hace dos meses. No le gustaba.

La Penitenciaria Estatal de Huntsville es la cárcel más antigua de Texas, en el adorable condado de Walker, fue construida en 1849. Está repleta de espectros, fantasmas y nubes energéticas color ocre. Por eso no le gustaba. Además los platos eran simples, rigurosamente organizados por semanas. No faltaban verduras, cadáveres, hortalizas, pastas y mucho arroz. Veintiocho cocineros por turnos, es decir bastante gente.

Para los condenados a muerte tres comidas durante el día. Envueltas en plásticos sutiles, que llegan a los presos en carros térmicos, con platos y cucharas. Como todo el mundo sabe los que van a la silla eléctrica pueden pedir su última cena. Como la del chico, como la del anciano, como la de Syd Love: Pastel de terciopelo rojo.

Tuvo que admitir que no sabía hacerlo, pero tenía una semana para aprender.

El Corredor de la muerte estaba erupcionando, Syd era el recluso más querido y era el próximo. Corto, delgado, de cara angulosa y mirada chispeante, de un increíble color verde esmeralda. Tenía aspecto risueño y manos largas. Había combatido en Japón, en Okinawa, pero nunca hablaba de eso. Cuando alguien le preguntaba él sólo decía: “la Tierra es una” y se iba, dando pasos largos como en un juego. Había matado a su hermano mayor a los golpes. Su hermano era un distinguido tejano que se la pasaba comprando campos por todo lo largo y ancho del país. Era respetado. Por eso la joven esposa de la víctima estaría allí, imaginaba Frank, en la sala de electrocución, con un vestido de terciopelo gris, holgado, con mangas Juliet, largo hasta las rodillas; un collar de pequeñas piedras negras formando un triángulo que terminaría en su pecho varonil, y se prolongaría delgadamente hacia los hombros, hasta cubrirlos, formando nuevos triángulos.

Frank habló con sus compañeros, investigó, visitó tiendas de dulces y viajó a ver a su padre; porque supuestamente su madre -la abuela de Frank- había cocinado el famoso Pastel de terciopelo rojo. Después volvió a las mismas tiendas que había visitado y compró los ingredientes. Le prestaron un libro antiguo, de tapas verdes, escrito por un canadiense experto en comida vegetariana y pasteles.

Faltaba poco. Para los cuatro operadores, para los periodistas escupidos en trajes de rayas finísimas, para los policías con solapas anchas, para el selecto grupo de amigos o socios con corbatas negras y damas perfumadas pesadamente coqueteando con la revista Vogue en la cartera y con la miseria de ver a un hombre colocado en una silla de madera.

Amarres de cuero, un hombre preparado para los electrodos metálicos en su cabeza y en su pierna izquierda. Una esponja salada en sus sienes para potenciar la descarga.

Faltaba muy poco.

Frank encendió el horno. Colocó tres moldes sobre la mesada de chapa, los cubrió con papel de hornear y manteca. Mezcló harina tamizada, cacao en polvo, levadura, bicarbonato y sal. Mezcló yogurt con colorante rojo -no había podido conseguir pigmentos de remolacha-, una cucharadita de vinagre y extracto de vainilla. Se sintió Lucrecia Borgia saboreando la femeneidad de los ingredientes. Sus dedos se desparramaban conscientes sobre cada textura. Batió la manteca rítmicamente con el azúcar hasta que asomó una mezcla airosa, añadió en ella los huevos; después unió las mezclas; luego las dividió en los moldes, los colocó en el horno. Fue obsesivo en el gesto de mirar a cada rato la masa transformarse. Fumó bastante, era de noche y la inmensa cocina lo aterraba. Se oían pasos sobre hojas secas, sintió mucho miedo. Creyó ver destellos amarillos. Invocó las últimas palabras de Lena Baker, una mujer negra que mató a un hombre blanco después de una disputa, la última oración que ella dijo fue “estoy preparada para encontrarme con mi dios”.

Cuando las masas estuvieron listas las dejó reposar. Mientras leyó Hojas de hierba. Pensó que todo lucía bien, que supo organizarse, que al final no le había salido tan caro el Terciopelo rojo. Pensó en Syd. Cómo habría crecido. Si habría pertenecido a alguna iglesia. ¿Qué fue lo peor que vio en la guerra? ¿Sabría que Lucrecia Borgia murió a los 39 años? De su hermano mayor había visto las fotos en los diarios. Y por azar vio en el salón de visitas, a unos metros, a la novia de Syd: Penélope. Muy hermosa. Del tipo de la mítica Louise Brooks pero con pelo largo. Ojos muy grandes y muy marrones. Syd y ella se besaban abismalmente.

Frank forró las tres masas en unas sedas violetas repletas de azúcar negro, con movimientos lentos las metió en la heladera, miro hacia arriba, cerró los ojos y lloró.

Volvió a su casa, evocando cada tanto el tul violeta en la melena de la mujer de Syd Love; cada tanto evocando las manos largas de Syd Love.

Faltaban horas para la cena. Frank pensó en Topsy, el elefante de un circo, un experimento, que fue electrocutado en 1903, a manos de Harold P. Brown, un empleado de Thomas Edison.

Ya no estaba solo en la cocina aunque estaba ausente. El bol con queso crema y queso mascarpone y azúcar refinado y más tarde crema de leche, después dos horas en la misma heladera. Sabía que sus compañeros lo observaban. Frank trató de que nadie percibiese su nariz roja, los ojos desconocidos. Era él quien en la ciudad de Huntsville, entre las baldosas flojas y los alaridos, rellenaba los bizcochuelos con el frosting; emparejaba la crema con espátula de plata -regalo de su abuela-; cubría el pastel de blanco; decoraba con la manga lentamente, en arabescos voluminosos, y luego dibujaba un circulo en el centro con fibras de chocolate. Y en el centro de ese centro marrón mandálico, colocó una vela angosta, violeta, insólita y suficiente para contener un bisturí.

Él observó la cuchara de plata labrada con arabescos. Mordió el pastel rojo y blanco. La sequedad y la espuma se volvieron circulares en su boca. Lucrecia sonrió en su vestido violeta. Él también sonrío y se miró las muñecas.

*Pastel de terciopelo rojo, se conoce en español, aunque la traducción es Pastel Rojo Violeta.


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