La película de Sebastián Schindel se estrenó el jueves antepasado.
Los distribuidores de El patrón. Radiografía de un crimen no podrían haber elegido mejor momento para estrenar el cuarto largometraje de Sebastián Schindel en nuestras salas comerciales (el jueves antepasado). De hecho, esta recreación de un caso judicial real irrumpe en escena justo cuando los argentinos elevamos el tono de la vieja discusión, por lo menos desde la época del Martín Fierro, sobre la probidad de quienes imparten justicia en nuestro país. Por si le faltara actualidad, el film aborda otra gran problemática nacional: la nula, tardía o insuficiente intervención de nuestro Estado a la hora de combatir el trabajo esclavo entre otros síntomas de apartheid vernáculo.
Antes de seguir, cabe recordar que Schindel y sus co-guionistas Nicolás Batlle y Javier Olivera adaptaron la novela homónima que el penalista Elías Neuman escribió, inspirado en el caso de Víctor Saldívar. Casi tres décadas separan a la película de aquel libro publicado en 1988: aunque en este último tiempo algunos planes y programas de inclusión social cambiaron el panorama de entonces, la historia del hachero santiagueño (que se llama Hermógenes en el film) sigue resultando verosímil en 2015.
“¿Hasta qué punto se puede explotar a un hombre?” les pregunta el abogado defensor a los miembros del tribunal que dictará sentencia en el juicio oral. La referencia al maltrato sistemático que terminó invirtiendo roles entre víctima y victimario apunta a enmarcar el homicidio en un contexto de trabajo esclavo (de esta manera lo presenta como una reacción ligada al instinto de autopreservación). De paso, cuestiona el rol del Estado que reconoce la existencia de ciudadanos como Hermógenes sólo cuando violentan la Ley.
Esta denuncia contra el statu quo en general y la Justicia en particular evoca el recuerdo de otro largometraje inspirado en un caso real: El chacal de Nahueltoro del chileno Miguel Littin. Aquella película de 1969 gira en torno a un campesino analfabeto que, borracho, mata a la mujer con la que mantiene una relación sentimental y a sus cinco hijas. El sistema lo apresa, juzga y condena a muerte. Eso sí: antes de ejecutarlo, aprovecha los años de reclusión para enseñarle a leer y a escribir, para ayudarlo a dejar el alcohol, en suma, para rehabilitarlo y convertirlo en una persona digna.
Aunque corre mejor suerte, Hermógenes también es víctima de un Estado siniestro con los ciudadanos vulnerables: los ignora mientras pasen desapercibidos y/o no molesten; los castiga con severidad despiadada cuando atentan contra la seguridad del mismo sistema que los estigmatiza y excluye. No por casualidad la mayor parte de la población carcelaria está conformada por pobres y jóvenes al decir de los penalistas Eugenio Raúl Zaffaroni y del mencionado Neuman.
La secretaria del juez que interpreta Andrea Garrote y el abogado defensor a cargo de Guillermo Pfening parecen encarnar la excepción a una regla que sugiere un abismo insalvable entre los integrantes de la familia judicial y los compatriotas desheredados que habitan nuestro interior profundo. Hasta al Dr. Di Giovanni -que viste chombas Lacoste por indicación del (nada inocente) guión- le cuesta ver a su defendido por fuera del expediente.
Justamente, el detalle Lacoste es uno de los tantos que dan cuenta del trabajo minucioso del director y su equipo. La cuidada caracterización del Saldívar cinematográfico es la prueba más contundente de la feliz comunión entre los guionistas, el impresionante actor Joaquín Furriel y los maquilladores que ayudaron a transformarlo en Hermógenes. Los espectadores obsesionados con los usos (y abusos) del idioma castellano celebramos con gratitud la rigurosidad con la que fueron recreados el acento y los modismos santiagueños.