El pan congelado no es pan ni es nada
Me encanta la gastronomía, bueno, me encanta comer bien. Pero no soy un estirado al que le gusten los platos cuadrados con un montoncito de cosas en el centro. Los “malabares” me dan exactamente igual, a mi lo que me gusta es disfrutar sin equilibrio, sin tino que diría la Cuinpar. Cuando llego a un sitio en el que me darán de comer espero tan solo que el alimento sea bueno, honesto, sencillo y pagar por él un precio justo, adecuado a la calidad de la materia prima y al cariño que se ha empleado en realizarlo. No quiero nada más: ni cartas indescifrables llenas de preposiciones, ni vajillas de diseño sobre caminos de mesa súper-modernos.
Aún así, me suelo adaptar a casi todos los lugares a los que voy; pero no soporto las falsedades, no puedo entender cómo en algunos sitios pretenden darme gato por liebre, camuflándolo con un nombre raro o poniéndole un chorrito de vinagre balsámico por encima. La clave del éxito gastronómico, y lo hemos visto los que hemos seguido Master Chef en la TVE (no porque sea bueno el programa sino porque en él se ha repetido hasta la saciedad por dos cocineros de reconocido prestigio en este país, pese a los papeles tan malos que están interpretando), está en cocinar con el corazón y ser respetuosos con las materias primas y los comensales.
Disfruto comiendo. Disfruto mucho en la sobremesa y con el sorbo de vino en el momento justo en el que la boca me pide líquido. Pero condeno, taxativamente, las botellas abiertas desde ayer, el pescado pasado de punto, el rabo de toro duro como un pellejo, las salsas engordadas a base de nata “chunga”, el vinagre balsámico en todos los platos fríos, las frutas metidas a calzador en todas las ensaladas, y sobre todo, por encima de cualquier otro pecado condeno sin remisión ni perdón a todos los bares, restaurantes, tascas y guachinches en los que me pongan pan congelado o precocinado. Porque eso no es ni pan ni es nada, y el que se atreve a ponerlo ni es anfitrión, ni cocinero, ni tiene alma.
Ya está, lo he dicho.