Revista Cine

El pequeño cine sucio de Roland Klick

Publicado el 29 marzo 2011 por Esbilla

Rock’n'Roll Alemania: Bübchen/Deadlock/Supermarket. El pequeño cine sucio de Roland Klick.Resulta tremendamente llamativo ver como en una de las entrevistas que acompañan la edición de Deadlock en DVD (y que se puede encontrar flotando en el éter de Internet), Roland Klick explica su posición entorno a la política de subvenciones del gobierno alemán durante las décadas de los 60 y 70, una de sus viejas polémicas con sus colegas de profesión y con/contra la idea misma del cine alemán de la época. Según cuenta, (un poco más abajo lo podéis ver) otros directores le echaban en cara que sus películas tuvieran éxito y fueran comerciales, había medrado en ellos una mentalidad según la cual ese tipo de cine iría en detrimento de las ayudas y por lo tanto de sus propias posibilidades de dirigir. Klick se queja entonces de cómo estos mismos compañeros daban la espalda al público y convertían la subvención no en una muleta, en ese impulso inicial, sino en un fin en si mismo. Cuando estrena Deadlock en 1970, en el Zoo Palast berlinés nada menos, el Nuevo Cine Alemán, nacido en 1961 con el Manifiesto Oberhausen, se encuentra en plena eclosión y para el director bávaro aquel hermetismo, aquella fijación sus contemporáneos por la autoría estricta fue lo que convirtió su película en un gran éxito de público. Simplemente ofrecía lo que no había en el mercado  del país. Críticos y compaRock’n'Roll Alemania: Bübchen/Deadlock/Supermarket. El pequeño cine sucio de Roland Klick.ñeros subrayaban esa comercialidad como una falla, pero él se defiende diciendo que, en realidad, sus películas no eran comerciales, pero si que eran entusiastas, transmitían una energía rockista que buscaba, de esta manera, una conexión directa y vehemente con la audiencia. Por una parte esta reflexión sobre “la subvención por la subvención” resulta sorprendenteemnte aplicable al caso español aunque con peculiaridades propias de una mentalidad más picaresca. Pero, por otra, cuando el gobierno de Helmut Kohl cerró en los años 80 el grifo de las ayudas, del cine alemán nunca más se supo. Como sucedió en Italia la televisión lo absorbió y la industria norteamericana barrió lo que quedaba. Todo es más complejo al mirarlo de cerca.

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Desde luego a nadie que vea hoy un film tan extraño como Deadlock se le ocurriría tacharlo de comercial, lo cual solo sirve para comprobar donde se colocaban los estándares de las cosas en medio de la Europa post-nouvelle vague. De todos modos Klick fue siempre un cuerpo extraño en aquel movimiento del Neuer Deutscher Film,maverick con solo algún parentesco con los nombres principales -Wenders, Fassbinder (con peros), Herzog, Schlondorff- y pocos más con otros de su misma especie (más o menos) como el feroz Klaus Lemke, entre la estilización deconstructivista de 48 Stunden bis Acapulco (1967) y la urgencia de Rocker (1972), el búlgaro Marran Gosov y su exitosa Zuckerbrot und Peitsche (1968), que conoció incluso estreno en España como Máscara de seda, el extravagante y ultraindependiente Rudolf Thome, autor del cult-film Detektive(1968) o del actor y director Ulli Lommel, presente en esta última y que hizo cierta carrera en el cine americano (delante y detrás de la cámara), situado tanto en la órbita de Thome como en la de Fassbinder, el cual le produjo, interpretó (e incluso cedió, ya que era un proyecto propio) la que, a la postre, sería su pieza más polémica y popular: La ternura de los lobos (1973). Rainer Werner Fassbinder se sitúa así, tal es su voluntad de independencia y renuencia a la clasificación fácil, en algún punto entre los representantes más puros del “Nuevo Cine Alemán” y este movimiento realista, cr
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udo y barato, que se abría paso en los primeros 70 y bajo cuyo nominación de “dreckige kleine film” (algo así como “pequeños filmes sucios/degenerados”) se catalogaría a, entre otros, los arriba mencionados Klick, Lemke o Thome, pese a su querencia por la reinterpretación del cine de género, es decir del cine popular, como posibilidad para aproximarse a la realidad más descarnada con un estilo que rápidamente abandonaría las veleidades arty a favor de la urgencia punk, y es que no hay que olvidar que la Alemania de los 70 fue una de las más importantes escenas alterculturales de Europa. En palabras del historiador y crítico Norbert Grob estos trabajos y la disposición de estos directores eran: “aventuras soñadas, tomas del cine, pero filtradas a través del día a día alemán” (tomado de When heimat meets Hollywood: German filmmakers and America, 1985-2005, Christine Haase, Camden Hause, 2007). Es decir la realidad sublimada por la pulsión/contaminación cinéfila reflejada en el cine Alemán de modo análogo a como lo estaría en esas mismas
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fechas en el australiano, el japonés o incluso en el mismo underground

un norteamericano. El cine de género como lugar de reunión, barato, accesible y mucho más peligroso de lo que pueda parecer desde fuera dada su capacidad revulsiva y subversiva.

En cualquier caso ni este es el lugar para meterse en semejantes honduras (aunque Fassbinder regresará por aquí con esa curiosa, anticipada y un tanto irritante propuesta televisiva que fue El mundo conectado, de reciente recuperación en DVD) ni yo tengo tampoco el conocimiento suficiente para hacerlo. Como mucho puedo sumergirme a pulmón libre durante unos minutos e intentar sacar alguna perla o algún objeto raro, así que mejor volver a Roland Klick y ver, dentro de lo posible, que guarda.

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Lo primero es establecer los límites de esta visita, circunscrita  a sus tres películas más conocidas (es un decir) y por ello mismo más visibles: la ya citada Deadlock, su debut de 1968 Bübchen y la que seguramente sea su cumbre, Supermarket ya en 1974. La reducción a estos tres títulos, como ha quedado dicho, obedece tanto a criterios de practicidad, son lo suficientemente representativas, como a otros de pura intendencia ya que son aquellas que he podido ver. Fuera queda un terceto de títulos que completaría su magra filmografía (al cual se primer intento en formato mediometraje y de la cual nada se: Jimmy Orpheus) y que me han sido imposibles de encontrar, entre ellos parecen merecer especial atención, debido al prestigio que arrastran y el éxito que cosechado por la primera de ellas en su día. Serían,  Lieb Vaterland magst ruhig sein (1976), un film de espionaje localizado en el Berlín de los 60 y White Star, un proyecto sobre el papel interesantísimo ya que se localizaba precisamente en el universo musical alemán para tratar la última oportunidad de un manager acabado y una estrella emergente, pero que en la práctica terminó con la carrera del director, el cual tardó tres años en poder completarla, entre 1981 que se rodó y 1983 que se estrenó. El protagonismo había recaído en un Dennis Hopper especialmente fuera de control y que poco antes había trabajado ya en el cine a
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lemán siendo un peculiar Tom Ripley para la adaptación de El amigo americano que Wim Wenders cerró en 1977. Antes de esta película, Klick había abandonado la filmación de Christiane F., film biográfico sobre la desoladora existencia de los niños adictos a la heroína basado en la novela Wir Kinder vom Bahnhof Zoo escrita por su propia protagonista Christiane Vera Felscherinow y que sería finalmente dirigida por Uli Edel en 1981. Esta frustración personal, unida a los muchos problemas de financiación para White Star, el desgaste de su encuentro con Hopper y las dificultades para terminar la postproducción apartaron a Klick del celuloide hasta el año 1989, cuando regresó con lo que parece ser una comedia de acento vanguardista titulada Schluckauf (algo así como “Hipo”) y que tampoco conocería carrera comercial hasta 1992. A partir de aquí se ha refugiado en la televisión y nada más se sobre él.
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Bübchen (traducible como “Chiquillos”) fue el primer trabajo con el cual Klick llamó la atención de la audiencia alemana tras una etapa experimental dedicada al cortometrajismo y culminada con la supraescrita Jimmy Orpheus, rodada, al parecer para televisión. La película, archisórdida, extraordinariamente cruel y de una frialdad despiadada en el retrato de la clase media trabajadora alemana, cuenta el asesinato de una niña muy pequeña por parte de su hermano y la subsiguiente ocultación del crimen que realizarán los familiares implicados en las circunstancias que lo provocaron. Rodada en 1968, avanzada por  lo tanto en unos años a la corriente crítica sobre el estado del bienestar alemán, provocó un notable revuelo tanto por la c

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ircunstancia de que el crimen fuera cometido por un niño (el film además adopta su punto de vista pero no interfiere en sus reacciones ni pretende explicar su psicología) como por esa visión sucia, anómala, de la vida suburbial.

Todos y cada uno de los personajes son negativos, pero Klick nunca los juzga sino que, con una mezcla entre el distanciamiento brechtiano y esa economía/lógica de la serie b según la cual los personajes se definen por lo que hacen, muestra sus acciones, reacciones y motivaciones si las hubiera, porque este último punto nunca queda claro. Aquí radica otra de las posiciones más complejas de Klick, ni explicaciones, ni excusas. El misterio es, finalmente, una angustiosa interrogación gigante: ¿por qué el muchacho protagonista asfixia a su hermanita con una bolsa de plástico? ¿Quiere hacerl

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o realmente o solo es víctima de su propio juego tétrico y de su personalidad retorcida? La única respuesta posible es terrible: todo pasa porque sí.

La desorientación de los distribuidores ante semejante propuesta, cruce entre drama social y psicológico, horror cotidiano y thriller llevó a reestrenar el film con un nuevo título, Der kleine vampire (El pequeño vampiro) y promocionándolo directamente como una pieza de terror.

Por desgracia toda la película esta todavía presa de muchos vicios artísticos, de pretensiones heredadas y de veleidades autorales, algunas encauzadas con ironía, el personaje de Monika, la vecina que cuida a los niños pero prefiere marcharse a retozar con su novia dejándolos solos y que adopta las encantadoras facciones de Renate Roland es una especie de Anna Karina de extrarradio, belleza pizpireta e inconsciente, sexual y peligrosa. Una rara femme fatal idiota que no duda en inculpar a su propio novio para salvarse ella y piensa que su encantadora sonrisa final la librará, como siempre, de todo el mal que ha causado.

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Curiosamente esa misma sonrisa cándida, de pega, aparecerá también en el rostro de Achim el final del film (justo después de la de Monika, por tanto no hay casualidad sino causalidad) cuando el relato regrese a una cotidianidad igualmente fingida, por imposible, y en al cual late el recuerdo de lo hecho, de lo que no se puede borrar. Por una parte el mismo Achim experimenta una especie de intento de suicidio, de matices fetichistas, y por otra su padre es el encargado de mantener esa unidad familiar a costa de su propia culpa, ya que ha sido él, una vez descubierto el crimen de su hijo, quien a colaborado a exonerarlo al encontrar el cadáver de la niña y hacerlo desaparecer arrojándolo a las montañas de carbón que se apilan en la mina donde trabaja. Lo que provoca que la postrera confesión del niño a la policía, tras haberlos manipulado anteriormente diciéndoles aquello que querían oír, quede desarticulada y solo vista como una fantasía infantil producto de la tensión

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La película abunda en aciertos e incomodidades, desde el feísmo estético y el crudo realismo escenográfico de las localizaciones, hasta la no-interpretación espeluznante del pequeño protagonista (un registro que, en cambio, no funciona igual de bien con el resto de los actores colaborando a dar un aire demasiado pretencioso al conjunto) pasando por una puesta en escena progresivamente contemplativa y alejada (el film se abre con un plano secuencia que sigue las evoluciones de los padres del muchacho y de sus amigos mientras se preparan para acudir a una fiesta) que evoluciona de los encuadres cerrados, a los lejanos siguiendo los pasos del protagonista en desolados paisajes periurbanos cubiertos de chatarra y vertederos (en el maletero de un coche abandonado en medio de un desguace dejará el cadáver) para volver finalmente a los cerrados sin que en ningún momento se pierda la sensación de opresión, de claustrofobia. Un estilo este, más depurado, que reaparecerá tanto en Deadlock (aunque con
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una significación diferente debida a su abierta filiación genérica) y, especialmente, Supermarket, donde Klick recupera aspectos de este primer largo.

Todo el invento se crece durante la segunda parte, la que más se acerca a los mecanismo del thriller en cuanto a apoyarse en la angustia e incluso en el suspense (lo cual ya proporcionaba los mejores momentos de la primera mitad, como, por ejemplo, todo lo que tiene que ver con el transporte del cadáver en una carrito cubierto de chatarra. Una larga secuencia genuinamente hitchcockiana en su manipulación del tempo y de espectador) y en cambio no terminan de convencer sus incursiones en caminos metafóricos o herméticos (incluidas algunos inopinadamente cómicos que, sin ser una mala idea, no están felizmente desarrollados) que solo buscan provocar la extrañeza del espectador y son un fin en si mismos, no un camino para algo concreto.

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Deadlock es ya un cambio de rumbo radical. Se abandona Alemania, se abandona el presente y se abandonan cualquier coordenada que no sea puramente cinéfila. Fascinado con el spaghetti-western, Klick se plantea fusionarlo con otra corriente icnográfica como son los filmes de gángsters y situar una trama mínima -tres hombres pugnando por una maleta llena de dinero- en una localización abstracta, un no-lugar perteneciente única y exclusivamente al cine. Más aún, al cine popular. Estilizadísima y destartalada, visceral y cerebral, fascinante e irritante,absurda y cómica, violenta y estrafalaria, en cualquier caso insólita  Deadlock fue un éxito.

Pues sí, este spaghetti-western donde los personajes son decantados en arquetipos, en figuras puramente icónicas que representan clichés familiares para el espectador pero imbuidos en un escenario por completo alucinado escapado de Giorgio De Chirico, en el cual lo popular colisiona contra la abstracción y que busca un diálogo a gritos entre la cultura para las masas y el arte como introspección, fue un gran éxito. No es de extrañar que Klick refiera a su cine en clave musical, hablando de que su única pretensión es un contacto inmediato y visceral con el público (ahí explica la clave de su éxito taquillero en aquel momento, como revulsión  a los excesos cerebrales de sus contemporáneos) análogo al que podría darse en un concierto de rock. Deadlock era un desafío a su propio momento histórico a sus supuestos deberes como autor de cine, en una coyuntura donde la alta conciencia sobre todo ello era ley. Aquí hay preguntas y búsqueda expresiva, hay experimentación y racionalización, reflexión sobre el medio y sus límites comunicativos pero desde una óptica bastard

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a, asilvestrada y un punto inconsciente que sintetiza en una atmosfera alucinada, una fantasía de género pura, una ensoñación cinéfila, escapista y fascinante hecha, además, con cuatro duros y sentido de la aventura. Klick termina por preferir la idea de mantener una inocencia entorno a las películas, su reflexión le lleva a apartar los aspectos más cerebrales de la deconstrucción, decidiendo que todavía le gusta jugar a los gángsters y a los vaqueros, pese a la consciencia de que la madurez (representada en una violencia que puede alcanzar a cualquier personaje) lo terminará por arrasar todo.

Con un ojo en Beckett y otro en el exploit de Leone, más toneladas de referencias pulp convenientemente “artistificadas” y una banda sonora apoteósica del grupo krautrock Can, la película aparece como un producto no tanto insólito (las ya mencionadas 48 studen bis Acapulco o Detektive habían intentado algo semejante con referentes como Fuller, Aldrich o Melville) como plenamente logrado en su contexto y en comparación a esos precedentes. Inclasificable al fin, emparenta de algún modo con la vertiente más alucinada y desbarrante del eurowestern, aquella que acoge títulos tan singulares como el ¡Mátalo! de Cesare Canevari cuya lógica interna está sometida tanto al lenguaje del cómic como a una especie de

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experimentalismo de a duro, a la vez descarado y naif. Aunque, curiosamente su mayor punto de enlace lo tiene con un simpático western all’a italiana cómico un par de años anterior, Por techo, las estrellas; de esta pequeña película dirigida por el apreciable Giulio Petroni a mayor gloria del limpio carisma de Giuliano Gemma, Klick recupera a dos intérpretes: el gran Mario Adorf, quien encarnaba al compinche de Gemma según su habitual caracterización de bruto noble (que en Deadlock evolucionará) y el serpentino Anthony Dawson, un espléndido característico de larga carrera, especialmente recordado por recibir en sus estrechas espaldas unas tijeras de costura de las delicadas manos de Grace Kelly en Crimen perfecto (Alfred Hitchcock, 1954).

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Rodada en una tierra de nadie entre Israel y Jordania dos años después de la Guerra de los Seis Días y a instancias del gobierno israelí, que garantizó la protección del equipo, toda la formidable localización se reduce a un escalofriante desierto blanquecino usado estética y espacialmente por Klick para, de nuevo, dar esa sensación asfixiante de claustrofobia incluso a pleno sol en un espacio que por su misma sensación de infinitud procura una angustia aterradora. En medio, un poblado, apenas unas edificaciones en ruinas entre las cuales se han colocado motivos de la imaginaría más tópicamente americana (un cartel de un saloon, un vaquero de neón, anuncios, un pick-up que reproduce una única canción,…) y dos personajes femeninos: una vieja puta totalmente enajena y una jovencita sensual al borde de la idiocia, la inquietante Mascha Rabben (que también trabajaría con Fassbinder, al igual que Renate Roland) las cuales cubren la cuota femenina, simbolizando el carácter utilitario de los personajes, más sombras o reminiscencias que personajes mismos.
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Esta misma característica acompaña a los masculinos, así y todo perfilados con mayor esmero siguiendo (y apropiándose con mucho estilo) de la lógica tanto del thriller-b americano al modo de su anterior film (otra vez los personajes son definidos por sus acciones y estás son las que sustentan cualquier psicología), como del fervor por la imaginería del eurowestern post-Leone. De acuerdo con esto la ropa y las armas (e incluso la sonoridad de los nombres) tendrán una función caracterizadora fundamental. La narración se abre con una joven, al que conoceremos como “The Kid”, que camina penosamente por el desierto vestido con una ajado traje gris y llevando una maleta y una ametralladora: tesoro, armas, desierto, sol…todos espacios reconocibles, todos códigos cifrados de antemano. Pero el igual que en el spaghetti-western el ritmado único de la planificación enfática y la música violenta y nunca antes oída transforman lo conocido en extraño, predisponiendo al público a la sorpresa y la fa

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scinación de ver como se retuercen esos mismo clichés aprendidos.

Acto seguido entra en escena el segundo personaje; montado en una camioneta destartalado y con aire animalesco, Mario Adorf hace vibrar la pantalla recuperando con variaciones los mentados papeles de bruto de pocas luces en la comedia italiana -de A cavallo della tigre (Luigi Comencini, 1961) a Arreglo de cuentas en San Genaro (Dino Risi, 1966) hasta la misma Por techo, las estrellas-. Encuentra al muchacho tendido, piensa que está muerto y abre la maleta, que resulta estar repleta de dinero -el dinero, su posesión, como fin en si mismo. Motivación monomaníaca del spaghetti-western o incluso de títulos americanos que los prefiguran, como la formidable Veracruz (1954) de Robert Aldrich a través del personaje de Burt Lancaster-. El chico se mueve y Adorf (Charley Dump, único personaje con nombre completo y eso porque él no para de llamárselo a si mismo, como reafirmando su existencia en medio de la desolación de semejante no-lugar) se dispone a machacarle el cráneo con una roca. En el último momento se arrepiente. El cuerpo se desliza por un terraplén y decide dejarlo allí. Cuando se dispone a arrancar de nuevo al

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camioneta Kid esta a su lado apuntándole. Comienza el juego de engaños y poder.

La mímica del actor y sus acciones nos explican el personaje, el único más o menos humanizado del trío. Es mezquino y bruto, se cree listo y es un zoquete, en consecuencia será humillado y ridiculizado y terminará por intentar escapar una y otra vez hasta la culminante secuencia de la persecución por el desierto. Adorf a pie, el dúo de asesinos, ya reunidos, en la camioneta. La secuencia es larguísima y antológica, de una violencia impresionante en su sostenimiento y prolongación de la agonía, en la manipulación de las expectativas del público (otra vez) y en su pura resolución cinemática, esto es, su poderosa combinación de movimientos de cámara y música, de empleo del espacio y de ritmo interno del momento. Resulta interesante en dos aspectos más, por un lado su torvo aire de cartoon bárbaro y por otro por como anuncia la futura caracterización de Mario Adorf como víctima acosada por dos asesinos profesionales en la magistral Nuestro hombre de Milán, rodada dos años después por Fernando Di Leo y cuyo clímax precisam

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ente enfrenta también cuerpos y coches, si bien con resultados finales bien diferentes.

Kid y Dump se pasan media película esperando la llegada de un tercer personaje godottinao: Sunshine. Cerebro del golpe, asesino infalible, figura casi mítica y posible traidor. A cargo de Anthony Dawson, físico longilineo, vestido de oscuro, con un sombrero de ala ancha, un jersey de cuello alto y armado con una icónica pistola Mauser. Su figura recortada contra el desierto blanco se encuentra en algún punto entre un Alberto Giacometti y Lee van Cleef, parece un cuervo amenazador, la muerte misma. La violencia va in crescendo desde su aparición, el sadismo se multiplica (prueba su puntería disparando contra un xilófono casero mientras Adorf intenta tocarlo) y el esperado enfrentamiento de astucia, paciencia y plomo con dinero de por medio típicas del cine de atracos (y del de pistoleros) se cumple a rajatabla desembocando todo en un duelo singular tan extravagante como el conjunto entero y donde solo Kid saldrá con vida, alejándose de nuevo con la maleta y la ametralladora a rastras. Vuelta al principio, el círculo es irrompible y el no-lugar no tiene límites.

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Armado con tan sorpresivo taquillazo y con todos sus colegas dándole la espalda, Wim Wenders definió su cine y por alcance el de otros como Lemke o Thome, como “pegar en tu libro de ejercicios escolares recortes de las revistas”, pretendiendo subrayar la falsedad intrínseca de sus propuestas, el tono de homenaje y copia sin profundidad reflexiva. Como si quisiera reaccionar contra esto el tercer largo del cineasta regresará a la Alemania del momento desde ese desierto en el cual se desarrollaba el grotesco teatrillo del absurdo de Deadlock, y lo hará mediante su variación sobre la temática del “rebelde sin causa”: Supermarket.

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Lo que se propone ahora es un acercamiento esas “pequeñas películas sucias” con arreglo a una mixtura de mitología romántica del angst juvenil, estilización nocturna, sordidez barriobajera y denuncia filtrada por la óptica de género propia de su cine anterior. Klick aclimata de esta manera diferentes aspectos ya presentes en sus dos películas anteriores, bien sea a modo de prolongación/evolución o incluso por contraste como, por ejemplo, la atmósfera solar y diurna de Deadlock contraria pero igual de asfixiante que la nocturnidad obsesiva de Supermarket, un film que, más allá de suceder mayoritariamente de noche cuenta con una fotografía apagada que privilegia, negros, grises y azules para conseguir un tono apesadumbrado, depresivo que casa a la perfección con lo que que Klick pretende expresar en una traducción visual de la mezcla de angustia, desorientación, rabia y apatía interior de su protagonista Willi, el bello Charly Wierczejewski, hierático y cool, con una mirada entre al somnolencia y el desafío es la encarnación física de la joven Alemania furiosa.

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El estilo se ha depurado, la plástica pasa de lo suntuoso a lo áspero con facilidad, las persecuciones frenéticas mediante elaboradas combinaciones de planos y desplazamientos se oponen al uso del teleobjetivo y el rodaje callejero de guerrilla, pero también se depuran otros aspectos expresivos ya presentes en filmes anteriores, especialmente en Bübchen, y que tienen que ver con la voluntad de Klick de anclar el film a su protagonista, no exactamente a sui punto de vista sino a su evolución: este seguimiento del personaje reincide en una planificación ya empleada y que aquí está mejorada. La cámara ejerce un efecto de aislamiento sobre el protagonista, al que nunca deja de encuadrar cuando está en plano, retirándose para relacionarlo con otros personajes y luego empujándolo fuera de cuadro para recomponer entonces el plano solo con él en pantalla, capturado entre los bordes, observado.

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En la correcta consecución de este clima, síntesis de hiperrealismo callejero y estilización romántica pesa sobremanera la formidable labor del operador y director de fotografía Jost Vacano, profesional largamente asociado al cine de Paul Verhoeven (y responsable de la enorme labor plástica de El submarino de Wolgang Petersen en 1981) y que debuta en Supermarket tras una larga carrera en televisión. Resulta curiosa como, de forma anticipada, la estética que Vacano imprime al film se emparenta, aunque presenta una mayor elegancia y elaboración formal, con la del Verhoeven primerizo (Vacano no trabajaría con el holandés hasta Spetters, un film sobre carreras de motos y juventud sin esperanza de 1980) que, a su vez, realizaba en aquellas Delicias turcas sus propias, desvergonzadas y escandalosas “pequeñas películas sucias”. A la perfecta compren
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sión de la plástica del film por parte de Vacano y al genial cast que supone Wierczejewski, hay que unir ese tercer cimiento que supone el propio talento de Klick para las localizaciones y los espacios. Nuevamente solares abandonados, desguaces y edificios ruinosos aparecen como metáforas de la corrosión vital y de una cierta idea de la abstracción o de la belleza en el fango. A destacar el tétrico colegio abandonado donde vive el compinche del protagonista, un delincuente miserable y tirado que lo recluta en una estación de tren y que le propone entrar en el negocio de atracar homosexuales haciéndose pasar por chapero. El resultado es que Willi se arrepiente, le da una paliza y termina acostándose con el hombre en su lujosa casa de burgués, todo ello sin saber muy bien porque o al igual que Achim, porque si, porque no hay otra cosa mejor que hacer.

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Este personaje clave del maleante de cuarta, interpretado de forma genial por un viscoso Walter Kohut se contrapone, de forma tan especular como fastidiosamente discursiva, con el del periodista que pretende salvar al chico, papel este a cargo de Michael Degen.  Su participación en la historia parece corresponderse a una especie de alter ego del autor, una carácter entre manipulador y buenista, simultáneamente dispuesto a ofrecerle la oportunidad de cambiar su vida pero sin renunciar a la posibilidad de explotar comercialmente su presente y su figura icónica (durante el film le realiza una sesión de fotos tal que a una rock star camino de la consagración popular). Todo lo cual le permite a Klick introducir una serie de elementos atropelladamente y que van desde la crítica a las instituciones (la policía aparece incapaz por falta de recursos) y los medios a la reflexión generacional cargada de culpa, todo ello demasiado didáctico y fastidioso. Cuando la película, de modo similar a como sucedía en Bübchen, vira definitivamente al noir fatalista, a la fantasía violenta, mejora notablemente.

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Frente a los dos personajes negativos masculinos emerge uno positivo femenino, aquel que no pide nada al protagonista y por ello este se le entrega tiernamente. Una joven puta tan magullada como él mismo asidero a una esperanza (imposible, claro) de una suerte de futuro distinto. Son sus escenas comunes, ese aire mezcla de sordidez y melancolía, ese spleen indescifrable que compone el propio carácter hermético, y por ello mismo magnético, del protagonista, las que con mayor fuerza recuerdan al cine de Paul Verhoeven en su propia interpretación (compartida aquí por Klick) del melodrama, incluso del folletín, clásico. Fatalismo contra realidad tomando cuerpo en un tercio final excelente donde unos actos empuja a otros camino del abismo: para huir con su chica aceptará regresar con su socio para atracar u
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n supermercado, pero como por la acción del periodista su rostro está en los periódicos como icono juvenil este teme que los descubran de inmediato con lo cual trama asesinarle. Haciéndose con una ametralladora (idéntica a la usada por The Kid en Deadlock) Willi se le adelanta y huye para refugiarse en la casa del homosexual con la intención de robarle y termina asesinándolo también. Paralelamente la policía ha dado con la chica de Willi y esta le convence para una cita donde le atraparán. Nunca sabremos si esto llegará a pasar. El film se cierra con una imagen enigmática y poderosa: desde el interior de un túnel progresivamente iluminado aparece Willi caminando frente a la cámara (cabe recordar que la primera imagen del film era la de él mismo emergiendo también de la penumbra de un bar), bajo el brazo lleva una bolsa, según crece la luz vamos viendo que el pasadizo está lleno de gente que avanza en la misma dirección, trabajadores, probablemente de camino al turno. Huida, desesperación, muerte y finalmente abstracción.


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