Revista En Femenino

El pequeño troglodita y el gato ninja

Por Y, Además, Mamá @yademasmama

Últimamente nuestra pequeña casa parece más una cueva prehistórica que un dulce hogar. Sea porque el pequeño troglodita ha decidido que pasa de hablar o porque tras su paso por la escuela infantil ha descubierto la importancia de hacerse entender como se pueda, nos comunicamos a limpio grito.

No me refiero a chillos humanos, sino a gritos primitivos, gruñidos sobre todo, con los que el pequeño nos señala que quiere agua o que le dé una galleta. Los gritos (a veces hasta rebuznos) no son finos ni bajitos, son, como lo exige una película ambientada en la época, a pleno pulmón para que lo oigan los vecinos. Hay días en que saco mi lado de madre dulce y paciente a explicar por lo bajín que no se grita y que hay que hablar como seres humanos civilizados, pero otros, según como me pille, me pongo las pieles de mamut encima y yo también respondo a gruñido limpio.

Desde que el enano vuelve de la escuela infantil hasta que se duerme funcionamos así en nuestra querida caverna. La cosa es que él gruñe más que antes, será el cansancio, que viene enfadado de la escuela o que está frustado. Y no es el único que contribuye a ello, porque el cuadro prehistórico lo completa el cuarto habitante de villa rupestre: el gato, que ha crecido mucho y con sus dos meses de edad y todo su derroche de energía está aprendiendo, por su cuenta y riesgo, a cazar en casa.

caverna

Como no hay ratones ni moscas y los calcetines tirados en el suelo dan para lo que dan, ha fijado su objetivo en nuestros dedos de los pies y de las manos. Vas tú andando tranquilamente por casa y te salta, desde la penumbra, el gato enloquecido, como un tigre prehistórico a probar sus finos colmillos de leche en tu blandita carne. Si te sientas en el sofá es aún peor, no da tregua, te muerde los pliegues de la ropa como si no hubiera un mañana hasta topar (fácilmente por desgracia) con los michelines de la tripa. Además, vive en su propio mundo de la caverna del mito de Platón, persiguiendo todo tipo de sombras, hasta la suya propia.

El pobre gato, que no tiene quien le enseñe las complicaciones de la caza, se ha hecho un lío y se cree una tortuga ninja, que lo mismo te bufa de un rincón que te salta del otro o te acecha en tu butaca para morderte el moño del pelo (doy fe, que soy la única que lleva moño). Es escurridizo y silencioso el jodido; nadie sabe por dónde anda.

El niño se ríe con las ocurrencias de Michín (así se llama el pobre, aunque le pega más Van Damme o Terminator), sobre todo cuando corre como alma que le lleva el diablo persiguiendo sus juguetes o juega a ser equilibrista encima de su balón. Pero en cuanto toca sus cosas o al crío se le cruza el cable (que también pasa), le monta un pollo con todas las letras, a limpio gruñido, claro, porque no dice ni Pamplona.

El gato le ha cogido respeto al pequeño cavernícola, será porque lo ve muy mamífero y primitivo, como él, pero también responde a bufido limpio. Temo el momento en el que el gato sea un poco más mayor, coja confianza, y decidan enfrentarse en duelo, como lo salvajes que son.


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