El pífano (detalle), 1866, É. Manet
Museo de Orsay, París - Fuente
El pífano, 1866, É. Manet
Museo de Orsay, París - Fuente
El descubrimiento de lo español, como marca artística genuina y de profundísimo valor, encontró eco en tierras hispanas con el nacimiento y desarrollo de la que sería una de las principales pinacotecas mundiales. El Museo del Louvre se nutrió de la habitual rapiña de los ejércitos franceses; los fondos del Prado provenían de las posesiones regias y su legalidad estaba más que demostrada. Entre las paredes del Museo Real de Pinturas la escuela barroca española fue ocupando un lugar preeminente y la crítica, principalmente extranjera, comenzó a considerar la originalidad y el papel de la pintura hispana. En la nómina de esos primeros admiradores, los impresionistas franceses. En 1865 Manet visitaba el Museo y quedaba fascinado por el arte velázqueño. Entre sus obras más apreciadas, el retrato de Pablo de Valladolid (1636 – 1637), uno de sus lienzos favoritos por la habilidad del sevillano para envolver de aire la figura del bufón. Manet regresaría a París profundamente impresionado por el cuadro de Velázquez hasta el punto de tratar de recrear su esencia.
Un joven músico ocupa el protagonismo del lienzo sobre un fondo neutro de tonos grises. Sin embargo, a pesar de la ausencia total de cualquier referencia espacial, Manet consigue imprimir una majestuosa tridimensionalidad a la figura del niño – militar. Los contornos, perfilados de forma precisa mediante una línea de color clara y contundente, encerrando las manchas de color fuertes, estridentes y contrastadas, acentúan la sensación volumétrica de la figura. La pincelada empastada no hace más que aportar la necesaria sensación corpórea que consigue recordar a la perfección la figura del bufón de Velázquez. A los pies, una pequeña sombra entre las piernas del muchacho se convierte en la única referencia obvia al espacio en el que sitúa el instrumentista.
Pablo de Valladolid, 1636 - 1637, Velázquez
Museo del Prado, Madrid - Fuente
El joven pífano portaría con orgullo infantil su uniforme de la Guardia Imperial francesa: su pantalón de un vivo color rojo, algo grande para unas piernas todavía infantiles; la casaca oscura sobre la que destaca la bandolera blanca. De hecho, su ingenuidad le oculta su verdadero papel en la batalla. El grupo inocente de niños era mandado a primera línea de frente no para arengar a sus camaradas ni para insuflar ánimo a sus compañeros de fatiga. El pífano, instrumento utilizado por las milicias suizas desde hacía siglos, produce un estridente sonido que se levanta por encima del fragor del combate. Quizás, los generales, ajenos al sufrimiento que emerge de la lucha, lejos de las salvas y las explosiones artilleras, de la fusilería en acción y los huesos rotos y los cuerpos desgarrados por la metralla, preferían que el enemigo fijase su vista en esos muchachos ruidosos que, en medio de la muerte y destrucción de la guerra, eran capaces de entonar valerosas marchas militares. Así, convertidos en punto de atracción fatal para las balas enemigas, esos niños que jugaban a soldados podían dejar el terreno libre para que los mayores pudiesen guerrear de forma más complaciente y gustosa.
Luis Pérez Armiño