Hay cuadros que desenmascaran personajes históricos sobre hechos que se negaron. En el museo de Lausana existe un cuadro en el que se puede ver al rey Carlos IX de Francia asomado a una ventana del Louvre arcabuceando hugonotes. Lo cierto es que algunos historiadores aseguran que en aquel tiempo dicha ventana no existía, de modo que bien pudiera ser que tal aparición fuese una maledicencia pictórica. O no, ya que se asegura existieron testigos del hecho. Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, fue uno de ellos y eso que era un fervoroso partidario de los Valois, casa a la que pertenecía el rey.
Rodolfo II, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico tuvo como pintor de Corte a Guissepe Arcimboldo. Entre otros muchos cuadros de carácter historicista y retratos de los personajes de la corte, se dedicó a componer algunas extravagancias pictóricas: un retrato del propio emperador, el “Vertrumno”, realizado a base de frutas y hortalizas; y una serie de cuadros reversibles: “El Cocinero”, pintado en 1570, hoy en una colección privada en Estocolmo. Aparentemente se trata de una bandeja repleta de vituallas con una rodaja de limón en uno de sus extremos. La particularidad del cuadro es que al voltearlo, la bandeja se convierte en un rostro lascivo y la rodaja de limón en su sombrero; y “El jardinero” de 1590, que puede verse en el Museo Cívico de Crémona.
También en España hay curiosidades. Juan de Ribera, el que fuera arzobispo de Valencia y también, mientras vivió, Virrey, Capitán General y Patriarca de Antioquia; y ya muerto, primero beato y después santo, destinó su fortuna a la construcción de un seminario. El centro es conocido como “Colegio del Patriarca”. No olvidó, sin embargo, el ornato del centro. Bartolomé Matarana fue uno de los artistas que empleó su genio allí: toda la bóveda está forrada con su arte, y grandes murales decoran las capillas. Francisco Ribalta fue otro de los artistas que allí dejaron huella. La última cena, que desde 1609 se conserva en el altar mayor de la iglesia, fue el encargo que hizo el arzobispo Juan de Ribera a dicho artista. En la mesa están sentados junto a Jesús los apóstoles y, como pasa a menudo entre los genios de la pintura, Ribalta no pudo sustraerse a la tentación de colocar la cara de personajes conocidos en los cuerpos de las figuras que pintaba. El apóstol Pedro recibió los rasgos del prelado, y otro religioso del Colegio puso cara a San Andrés. Aun pintó una cara conocida más.
Última cena (detalle), de Ribalta. Iglesia del Patriaca. Valencia.
Ribalta tenía el estudio en un popular barrio valenciano. Allí tenía también su taller un zapatero. Se llamaba Joaquín Pradas. Éste tenía la afición de cantar mientras remendaba los zapatos. Al artista esto le irritaba enormemente. Decía que le impedía concentrarse, que le hacía perder la inspiración. La enemistad entre ambos se hizo cada vez más evidente. Ribalta cansado de pedir silencio al artesano decidió colocar los rasgos del zapatero en uno de los apóstoles aún libre de cara. El elegido fue Judas, el apóstol traidor. El escarnio fue insoportable para Pradas. El barrio entero se mofaba de él. Indignado se presentó ante el mismísimo prelado. El Patriarca, que había encargado el lienzo y representaba a San Pedro en el mismo, estuvo apunto de ceder. Los consejos de importantes personajes desaconsejaron el cambio, pidiendo quedara el cuadro tal cual lo había pintado Ribalta. Se le comunicó dicha negativa al zapatero, pero se le dijo que, a cambio, sería indemnizado con una importante suma de dinero. Pradas aceptó. Se mudó de barrio e instaló un nuevo taller de zapatería, que con envidiable sentido del humor y seguramente visión comercial rotuló con el nombre de “Iscariote”. El cuadro, pintado en 1609, aún está en el lugar para el que fue destinado, y en él se puede ver a Joaquín Pradas, el zapatero cantarín, inmortalizado por Ribalta a causa de su voz.