La vida es injusta. O quizás eso sólo los pensamos los que nos quedamos de este lado.
Lo que sí es injusto es que vivamos pensando que seremos eternos, que tenemos salud, porque ésta es más efímera que la vida en sí, y que lo que le pasa al del lado, no tiene por qué pasarte a ti.
Y entonces entre la rutina diaria y las prisas porque todo fluya tal cual se planea, viene la vida y te para los pies. Y te da tal bofetada de realidad que te abre los ojos, que te muestra el camino, que destruye tu zona de comfort y todo lo que alrededor habías construido. Aparece el tan temido cáncer y rompe los esquemas del que lo padece y, a su paso, los de la familia que con él lo sufren. Y es un ir y venir. El enfermo arriesga y simula. Arriesga en confiar que, en su caso, todo va a salir bien. Simula que no hay dolor, que no hay molestia, que todo sigue como antes. Y el que está a su lado, reza y traga saliva y con frecuencia sonríe. Sonríe porque no sabe qué va a pasar, porque de pronto todo está patas arriba y no hay manera humana de cambiar el destino.
El tiempo, ese que a veces se alía contigo y a veces te quita lo que más quieres. En la relatividad de las cosas, las horas que pasamos junto a él fueron eso, horas de descuento. Sobre todo, para mí que lo tenía lejos, y que en cada visita lo veía convertirse en una versión más débil a contracorriente de su propia voluntad, por mucho que intentara fingir que no era así.
Dicho esto, mi padre nos dio una inmensa lección de vida en su muerte. Nos enseñó que la nobleza es la mejor de las banderas y que con humildad se vive y con la misma te vas para hacerte eterno. Que en los pequeños detalles está la magia de la vida, que no hacen falta excesos para ser feliz y que la familia es el tesoro mayor del ser humano. Que hay que vivir el presente porque el futuro no existe y hay que hacerlo desde la serenidad que te provoca el abrazo de tus hijos (cuántos nos dio él) o contemplar un atardecer o las risas de un charla de amigos o el roce de los pies bajo las sábanas. Que el mañana ya se encargará de llegar, pero sobre todo, que no te coja sin haberlo vivido intensamente. Que cuando quiera llegar, lo que más pese sea lo que llevas en la mochila, y no lo que quedó por hacer o por decir. Ama, ríe, abraza, disfruta… que el tintero no se quede a medias.
Gracias de corazón a mi familia y amigos (¡muchísimos!) por el apoyo que para mí han supuesto en los 7 meses que la vida nos regaló para despedirnos de ese corazón andante que era mi padre. Por lo que habéis significado para mi en tantos momentos difíciles y lo que suponéis hoy por hoy en este bache de la vida al que llaman “aceptación de la muerte”.
Gracias a mi madre, luchadora nata, que ha sabido darlo todo hasta el final, y a la que debemos que mi padre estuviera obstinado en no soltarle la mano. Ella es la verdadera artífice de su lucha. Por ti, estamos todos en pie.
A mi hermana que es mi otro yo, que me ha escuchado cada queja, a ella que siempre la habíamos considerado la más sensible y me ha tenido que parar a mi los pies. Eres muy grande, en tu sensibilidad me acuno.
A mi hermano, que le ha tocado vivir la disyuntiva de la vida, el nacimiento de su hijo y la partida de su padre, porque nada es un camino de rosas en esta vida. Por hacer de tripas corazón.
Por vuestra grandeza, me rindo a vuestros pies.
A mi marido, mi mayor consuelo, mi aliado eterno, por los abrazos que me ha dado tantas veces y por su insistencia en que debía confiar que todo iría mejor, por su apoyo con los niños y por qué en él encontré en su día mucho parecido a mi padre y no pude haber elegido mejor compañero para la vida. Por haberlo querido como a un padre, te adoro.
A mis hijos, que aún sin ser conscientes de lo que estaban pasando han sabido encajar la partida de un abuelo, que ha sido, de lejos, el preferido de todos sus nietos.
A mis sobrinos, que por la cercanía, vivieron la situación más difícil y que suplicaban a no sé qué fuerza divina que el abuelo se mejorase.
A mi hermano postizo, ese que lleva a mi lado tantos años que ni recuerdo, porque siempre ha sabido transmitirnos su positivismo y que ha estado al lado del jefe cuidándolo hasta el final.
A todos mis tíos, algunos primos y demás familiares, que han sacado muchos ratos para pasarlos junto a él, que han estado al pie del cañón hasta en su lecho de muerte, que ha viajado para verlo, para hacerles sentir su presencia, y han sabido agradecer hasta el último momento lo que mi padre les había regalado durante su vida.
A mis amigos, los que aparecieron sin ser llamados, los que reforzaron nuestra amistad y los que directamente se convirtieron en familia para ayudarme en todo lo que aconteció en estos meses. Los que estaban cerca y los que estaban a miles de kilómetros, porque la distancia y los medios para hacerme llegar su apoyo no los hacen menos.
A los amigos de mis padres, que lo han alentado hasta el final, que han velado por su mejoría, que han pasado sus tardes buscando un hueco para estar con él. En ocasiones, era él el que los animaba y eso lo hizo más grande. Por todas esas llamadas, mensajes, cenas organizadas, detalles, a fin de cuentas, que le hizo ver la recolecta después de la siembra y que le llenó el corazón de orgullo.
Y a vosotros, lectores, seguidores, conocidos, que os habéis preocupado por mi ausencia, que me animáis a volver y que sin esta larga explicación, no habría sido capaz de retomar las riendas del blog.
Esta experiencia de vida me ha hecho mejor persona, gracias a todos vosotros.
La vida tiene estas cosas. Todo es efímero, ni más ni menos injusto. Todo depende de la intensidad cómo lo vivas.
He vuelto, para quedarme.
Gracias por todo a todos
Carolina
…a los 5 meses de tu partida, siempre estaré en tus brazos