A principios del siglo XX, en occidente, la fe religiosa era un concepto en franco retroceso, al menos entre las capas más ilustradas de la sociedad. La ciencia iba desentrañando muchos de los secretos del mundo y descubría que buena parte de ellos estaban en franca contradicción con lo que contaba la Biblia. Todavía había gente que se resistía a creer en los postulados de Darwin y preferían seguir manteniendo su fe en la verdad literal del Génesis, por mucho que la razón probara lo contrario. Así pues, no es raro que Freud califique a la religión como una ilusión, destinada a mantener esperanzas en una vida mejor y en una justicia divina que no es posible en este mundo. Cuando uno es niño, se siente protegido por los padres, pero cuando crece, descubre que la existencia es mucho más peligrosa de lo sospechado, por lo que los hombres inventaron la protección de padres de poder omnipotente. Si se los venera, vendrán recompensas en este mundo y el que existe después de la muerte:
"La civilización toma también a su cargo esta función defensora y la cumple por todos y para todos en igual forma, dándose el hecho singular de que casi todas las civilizaciones proceden aquí del mismo modo. No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino que la continúa con otros medios. Esta función toma ahora un doble aspecto: el hombre, gravemente amenazado, demanda consuelo, pide que el mundo y la vida queden libres de espantos; pero, al mismo tiempo, su ansia de saber, impulsada, desde luego, por decisivos intereses prácticos, exige una respuesta."
Desde luego, renunciar a creencias que han sido inculcadas desde la más tierna infancia constituye un ejercicio de singular dureza. Por mucho que la razón insista en dirigir el pensamiento hacia el ateísmo o el agnosticismo, siempre quedará una reminiscencia conformada por una mezcla de ilusión antigua y miedo y que además representa un anhelo íntimo de todo ser humano que no quiere deshacerse de la esperanza de que todo tenga un sentido final. Para Freud, dejar atrás las creencias religiosas es traumático, pero nos hace madurar, superar la neurosis infantil que durante siglos ha lastrado el progreso de la humanidad, aunque también le haya proporcionado ciertos beneficios, relacionados con la moral de las masas. En cualquier caso, como bien pudo comprobar el pensador vienés en la Primera Guerra Mundial, el mandamiento de "No matarás", jamás ha impedido al Estado reclutar a millones de soldados y lanzarlos a la matanza en nombre de Dios y la civilización.
Después está el problema de las consecuencias, de si la moral pública puede verse afectada por una renuncia en masa de los preceptos religiosos. Como hemos podido comprobar en las últimas décadas, el progreso humano no se ve afectado por las renuncias religiosas, sino que sucede justamente lo contrario. Como no podía ser de otra manera, las últimas palabras del ensayo están dedicadas al poder de la ciencia, una creación humana, al igual que la religión pero que, al contrario que esta última, ha demostrado sobradamente que es factor fundamental para el desarrollo del bienestar de la humanidad:
"La civilización toma también a su cargo esta función defensora y la cumple por todos y para todos en igual forma, dándose el hecho singular de que casi todas las civilizaciones proceden aquí del mismo modo. No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino que la continúa con otros medios. Esta función toma ahora un doble aspecto: el hombre, gravemente amenazado, demanda consuelo, pide que el mundo y la vida queden libres de espantos; pero, al mismo tiempo, su ansia de saber, impulsada, desde luego, por decisivos intereses prácticos, exige una respuesta."