Últimamente muy volcado en el cine de Mia Hansen-Løve, fascinado cada vez más por su cine fluido y sin adornos y esa perspectiva suya del drama que busca siempre temas y ambientes poco habituales, que no cae en arquetipos ni excentricidades narrativas que pongan primer plano un supuesto valor añadido a su trabajo como directora. En definitiva, por ese estilo natural de contar sus historias y la cercanía de sus personajes. Y si no, ahí van dos títulos más que me faltaban para completar su filmografía: el primero --Eden: Lost in music (2014)-- es un relato que escarba en la precariedad laboral y creativa del negocio de la música en directo (DJ que malviven y casi regalan sus mezclas a unos promotores que se hacen de oro con el negocio montado alrededor de las sesiones); el segundo, la más reciente Maya (2018), sobre la que me dispongo a escribir. Ahora, sólo me queda esperar a la prometedora Bergman island (2021), de inminente estreno, y que no hay que confundir con los tres documentales de idéntico título dirigidos en 2004 por Marie Nyreröd.
El arranque de Maya augura una historia de tintes políticos: un periodista francés es liberado tras cuatro meses de secuestro en Siria y debe rehacer la vida que dejó interrumpida en París (incluida una disolución matrimonial que el secuestro congeló por un mínimo sentido de la decencia y la solidaridad). Y entonces, poco a poco, lo político deja paso a una reflexión sobre las secuelas de un suceso traumático... Pues mire usted, tampoco; porque al final se impone el que será un sorprendente relato principal, presentado a base de escenas cotidianas que se suceden y se explican con la naturalidad de un diario de viaje. Pura exhibición de ese estilo Hansen-Løve que me tiene encandilado, donde la trama no contiene los habituales hitos dramáticos o verdades reveladas, ni dosifica las intensidades para el público, sino que basta con mostrar el fluir de los días, los (re)encuentros de Gabriel --el protagonista-- con su anterior vida, la que dejó atrás mucho antes de su fracasado matrimonio.
A partir de ese momento, Maya deja paso a una historia que se apodera del relato, de la pantalla y de la atención del público, cuando Gabriel se da de morros con alguien que no esperaba. El último cuarto del filme está compuesto de escenas que desbordan delicadeza, sensibilidad, capacidad para captar en imágenes la intimidad y, por si esto no fuera suficiente, una sensualidad no forzada que me perturbó bastante, especialmente por la interpretación natural y sutil de Aarshi Banerjee, la coprotagonista. Pero también por la ausencia de complejos al explicar los detalles de la historia, ignorando cualquier posible acusación de incorrección política, algo que no veía con igual intensidad y sobre el mismo tema desde Pauline en la playa (1983) de Éric Rohmer (cineasta al que por cierto Hansen-Løve rinde pleitesía...).
Maya me ha recordado inevitablemente a otras películas ambientadas en India y que me han marcado por el retrato tan logrado de sus personajes o el ambiente en el que se desenvuelve la historia: Oriente y Occidente (1983), Pasaje a la India (1984), pero especialmente El río (1951) de Jean Renoir, uno de los pocos filmes de toda la historia del cine que rozan la perfección. Y no porque estén ambientados en India, sino por su habilidad para mostrar que la humanidad experimenta la felicidad y el dolor de forma muy parecida en cualquier parte del mundo, que la nostalgia y la tristeza son sensaciones universales. En este sentido, Maya merece incorporarse a esta lista por su tremenda cercanía, y por la habilidad de Hansen-Løve para encajar un nuevo fragmento de vida en la pantalla.