En los ochenta Microsoft se consolidó como empresa innovadora, locomotora de la revolución del hardware orientado al usuario/consumidor no especializado; en la década siguiente se acabó la fiesta: su tecnología se volvió altamente esclavizante y, además, cometieron el grave error estratégico de menospreciar el potencial de Internet como mercado. Su renuncia la aprovechó una joven y desconocida Google cuyo único producto era un buscador de uso y funcionamiento insultantemente fácil y eficaz. Su espartana web se convirtió en la página de inicio de millones de máquinas y ha sido (y todavía es) la herramienta que ha moldeado nuestra relación con La Red: usarla equivale a meter la cabeza en un gigantesco saco de datos y a usarla como cedazo hasta dar con lo que buscamos. Este uso sigue vigente (hoy el 6% del tráfico de Internet comienza con una búsqueda en Google) y no tiene visos inmediatos de cambiar en lo esencial. Cuando lo haga --probablemente sustituido por la web semántica-- estaremos ante un nuevo paradigma al estilo de las revoluciones científicas de Kuhn.
En los años cero del siglo XXI Google generaba el mismo buen rollito que Microsoft veinte años antes: sus iniciativas (gratuitas para el usuario/consumidor, no lo olvidemos) se recibían con agrado y confianza, porque eran sencillas, fiables y erosionaban el poder de Microsoft, que a duras penas se reponía de cada zarpazo. Ahora estrenamos década y parece que se ha terminado el crédito: las aplicaciones y servicios de Google levantan cada vez más suspicacias, aunque es cierto que se trata de legisladores y empresas rivales, porque el usuario/consumidor está encantado porque todo sigue siendo gratis para él. También es cierto que los sectores en los que desembarca son cada vez más ajenos a su tradicional binomio búsquedas/publicidad contextual, donde la hegemonía es de empresas grandes y consolidadas. La amenaza que denuncian los afectados es la misma que con los de Redmond: el monopolio de facto, con la diferencia de que allá donde entran los de Mountain View arrasan con soluciones de tan alta calidad que desplazan al resto y se hacen con el mercado de un plumazo. Los errores por precipitación o exceso de ambición están provocando tormentas en un paisaje dominado hasta ahora por la placidez:
1. Google se metió en un gran berenjenal con su iniciativa de escaneo de libros, provocando una riada de pleitos y acuerdos previos en forma de compensaciones económicas. Ahora que el libro electrónico está a punto de desembarcar para quedarse los actores del lado de la oferta necesitan clarificar la situación y asegurarse de que Google no les puenteará con su buscador de libros cuando haya pasado la fase de lanzamiento, u ofreciendo libros descatalogados que ha conseguido escanear en bibliotecas.
2. Los diarios, por su parte, se han hartado y han comprendido que el usuario/consumidor prefiere informarse online, haciendo que servicios como Google News (que reúnen noticias de los principales periódicos y agencias del mundo) se conviertan en la solución preferida del lado de la demanda. Los diarios han visto fracasar sus ediciones digitales cuando eran gratis total (porque no las rentabilizaban con insuficiente publicidad y una innecesaria doble redacción) y cuando eran de pago (siempre había quien mantenía la gratuidad y el negocio se venía abajo). Ahora apuestan por un desplazamiento coordinado al modelo de pago impidiendo de paso que la araña de Google se les cuele en los servidores y les indexe los titulares; y si lo permiten que al menos les pague por ello (no pueden acusarles de enlazar titulares --el enlace es libre-- pero sí de lucrarse a su costa con la publicidad contextual). Mientras se preparan para el gran salto, los grandes diarios adelgazan sus redacciones, y probablemente deberán localizar sus temas y permitir a la audiencia opinar, incluso colaborar.
3. Si el modelo de información en línea se consolida como parece las televisiones generalistas acabarán comprendiendo que sus servicios informativos y sus bustos parlantes sobran, y es probable que renuncien en favor de un puñado de webs (las cuales heredarán su obsesión por airear expresiones rimbombantes como «derecho a la información», «servicio público», «pilar fundamental de la democracia» y otras lindezas por el estilo). Sin los informativos los canales generalistas se lanzarán de lleno al entretenimiento y al espectáculo, provocando un indeseado efecto colateral: el abandono de los beneficios socializadores de su actividad, ahondando aún más en el proceso de segmentación temática y modelos altamente cortocircuitados por la publicidad. De hecho, tras esta mutación estarán mucho más cerca de convertirse en canales temáticos o especializados.
Tras el éxito de sus sistema operativo para móviles (Android), Google se adentra en el mercado del hardware (la antítesis de sus orígenes): su propio teléfono inteligente, su propia versión del iPad, incluso el proyecto de una red propia por donde circularían sus datos y aplicaciones. Este anuncio coincide con la amenaza/sugerencia de los principales ISP de que Google debería pagarles por el uso lucrativo que hace de sus redes, las cuales cuesta mucho dinerito mantener (a pesar de lo cual obtienen beneficios).
Periodistas y gurús se rasgan las vestiduras por las intolerables amenazas al principio de neutralidad que esta propuesta implica; y argumentan que Internet fue concebida como una red en la que tanto da lo que circule, siempre y cuando todas las partes cumplan los estándares técnicos. Y concluyen que no es de recibo plantearse discriminar el tráfico con fines punitivos (como pretenden algunas entidades y gobiernos con el P2P) ni lucrativos (cobrar más por dejar pasar paquetes TCP/IP de una transacción comercial --es decir una comisión-- que la consulta de un estudiante a la Wikipedia).
Lo cierto es que si el principio de neutralidad existiese no habríamos asistido a varias batallas por estándares tecnológicos de grabación, de reproducción o de desarrollo. Si el principio de neutralidad existiese hace tiempo que todos los móviles tendrían un cargador universal. Agitar el principio de neutralidad en Internet es tan absurdo como hablar de «libre competencia», «trabajo digno» o «igualdad de oportunidades» en el mercado realmente existente.
En realidad, Internet está inmersa en un imparable proceso de privatización. Lejos quedan sus orígenes públicos (gobiernos, universidades), abiertos y desinteresados, en los que supuestamente se forjaron los principios sagrados que hoy tratan de defenderse. La apertura a la iniciativa privada, la actividad económica y la especialización han acabado convirtiendo en un mercado cada uno de los elementos que la componen. La fragmentación tecnológica, económica --además de política, social, cultural y (sobre todo) lingüística ya existentes-- es un proceso irreversible e inevitable: pagaremos por casi todo, tendremos que cruzar fronteras y necesitaremos hardware específico para trabajar con diferentes componentes y servicios. Bajo semejantes condiciones, hablar de «principio de neutralidad» es una forma tan grandilocuente como inútil de combatir las tecnologías esclavas que segmentan --y segmentarán-- Internet.
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