Revista Ciencia

El problema de la radiación del cuerpo negro. Una breve historia

Publicado el 27 mayo 2015 por Rafael García Del Valle @erraticario

Los herreros en particular y los espabilados en general saben desde que el tiempo es tiempo que, conforme se calienta un hierro, va mudando de color. Si se deja al fuego, uno puede observar cómo se pone rojo, luego entre anaranjado y amarillo y, finalmente, azulado. Si se deja enfriar, se dará el proceso inverso.

Gracias a los experimentos controlados de la ciencia moderna, esta relación entre el color de una fuente luminosa y el calor fue demostrada con precisión en 1800 por William Herschel, quien logró medir con el suficiente rigor las distintas bandas del espectro de luz: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta.

Herschel, para su mayor gloria, descubrió algo más, algo que ni él mismo buscaba: pensando en otros menesteres, soltó el termómetro con la feliz casualidad de que el aparato quedó justo en el límite de la banda de luz roja; cuando lo recogió, observó incrédulo que la temperatura había cambiado en relación a ese color. Acababa de descubrir la primera expresión de radiación no visible al ojo humano: la luz infrarroja. Un año después, por métodos más sofisticados, se descubrió la luz ultravioleta.

Sentados los precedentes, vayamos al grano. En 1859, el alemán Gustav Kirchhoff desarrolló un experimento mental basado en un cuerpo negro perfecto. Es decir, un objeto que absorbe toda la radiación que le llega, visible e invisible, de ahí que sea perfectamente negro pues no emite luz alguna. Pero el cuerpo negro de Kirchhoff, además, debía ser también un perfecto emisor de radiación, o sea que todo lo que absorbiera sería devuelto al medio.

El cuerpo negro de Kirchhoff es un recipiente hueco al que se le hace un pequeño agujero en la superficie. La radiación entra por esa abertura y rebota contra las paredes interiores, de manera que poco a poco va siendo absorbida con cada choque. Esta superficie interna está aislada de la externa, de modo que, cuando se calienta, comienza a emitir radiación que llena el hueco con todas las frecuencias del espectro según aumenta su temperatura, mudando de color; primero rojo, luego entre anaranjado y amarillo y, finalmente, azulado.

Lo que Kirchhoff quería demostrar es que el rango e intensidad de la radiación emitida no dependía ni de la forma ni de la sustancia de que estuviera hecho el cuerpo negro, sino del grado de temperatura. Su reto era dar con esa fórmula que expresara la distribución de la energía dentro del cuerpo negro dada una cierta temperatura. Al no importar el material ni el tamaño ni la forma, sólo habría que atender a dos variables: temperatura del objeto y longitud de onda de la radiación, que es la que determina el color que se percibe.

A partir de 1880, la búsqueda de la fórmula cobró máxima importancia, pues era esencial para mejorar la competitividad de las compañías que luchaban por el control de la electricidad: la distribución de energía dentro del cuerpo negro era la clave para encontrar la razón óptima entre la máxima emisión de luz y la mínima pérdida de calor.

La ciencia del XIX había logrado sus mayores éxitos precisamente por el ansia de los grandes industriales: la termodinámica no fue sino un daño colateral de la hibris moderna, la obsesión con el máximo rendimiento, cuando las máquinas de vapor dominaban el capital.

Sabedores de la ventaja que la solución al problema del cuerpo negro les daría frente a sus competidores, los gobiernos más poderosos decidieron apoyar a sus científicos en el empeño. Es por esto que, en 1887, se creó a las fueras de Berlín el Instituto Imperial de Física y Tecnología, el lugar desde el que la joven Alemania nacida tras la unificación de 1871 se proponía derrotar a sus enemigos más desarrollados en la emergente industria eléctrica, como Gran Bretaña y Estados Unidos.

Pero, por mucho que se empeñaron, nadie en el Instituto, ni fuera de él, sería capaz de dar con la solución en lo que quedaba de siglo. Aunque se hicieron progresos, obviamente. En 1893, Wilhelm Wien descubrió que, conforme la temperatura del cuerpo negro aumentaba y más energía se desprendía, la longitud de onda de la radiación iba siendo más corta de manera inversamente proporcional: al doble de temperatura, la mitad de longitud de onda.

Esto, que explicaba en términos matemáticos por qué el color de un hierro, por ejemplo, va cambiado desde el rojo al azul y por qué, si sigue subiendo la temperatura, comenzará a emitir radiación ultravioleta, permitiría calcular la longitud de onda para cualquier temperatura dada.

En 1896, Wien publicó su ecuación de distribución de la energía en el cuerpo negro. Los experimentos se sucedieron y, según mejoraba la técnica, se confirmaba la ley formulada por el alemán. Al menos, en lo que tendía hacia el ultravioleta. Porque había algo que no terminaba de encajar: cuando se analizaba la relación en la zona de infrarrojos, las predicciones fallaban, pues la ecuación determinaba valores superiores a los hallados en la práctica para la intensidad de la radiación en las longitudes de onda más largas.

El problema se achacó a errores de experimentación por falta de tecnología adecuada. Y los científicos más notables del momento se las prometieron felices, asegurando que era cuestión de tiempo mejorar los aparatos y demostrar la ley de distribución de energía. El problema parecía resuelto.

Pero no todos estaban tan seguros. Entre finales de 1899 y comienzos de 1900, Ernst Lummer y Otto Pringsheim, dos científicos que habían trabajado con Wien, insistieron públicamente en la existencia de errores insalvables. Aunque fueron rápidamente desmentidos por otros quienes preferían atender a una larga lista de experimentos que confirmaban la ley.

Y llegó la gran hora de Max Planck. El hombre era un prusiano de manual, severo y riguroso en conducta y pensamiento que quería confirmar el mundo en su orden y perfección. Al igual que sus colegas y compatriotas más eminentes, llevaba años involucrado en el problema del cuerpo negro, y no estaba dispuesto a que unos errores de experimentación, o en su defecto unas hilachas surgidas del descuido intelectual, dieran al traste con un asunto de importancia nacional.

Tanta fue la dedicación para resolver el problema de la distribución de la energía que, a finales de 1900, se pudo emitir sentencia firme sobre la ley de Wien. Confirmado: aquello no funcionaba.

Al escuchar la noticia en una conferencia de la Sociedad Alemana de Física el 5 de octubre de aquel último año del siglo XIX, Planck, sus colegas, un puñado de banqueros y otros tantos grandes industriales estuvieron al borde de un ataque de nervios de dimensiones patrias. Si algo les salvó, debió ser la herencia prusiana.

Apenas dos semanas después, Max Planck regresó a la Sociedad. Pero esta vez, no llegaba para defender la ley de Wien. Traía la suya propia. Y funcionaba. Nadie se preguntó qué significa aquello para la realidad. Sólo era un método de cálculo que resolvía el gran problema del último medio siglo. Todos aplaudieron. Alemania respiró. La industria estaba preparada para arrasar con sus competidores.

Sólo había un precio a pagar, pero nadie quiso liquidarlo en efectivo. Fue un crédito a tiempo indefinido y muy pocos se lo quisieron tomar en serio. Pero el servicio ya había sido ofrecido, así que poco importaban los retrasos: se había limpiado la realidad de toda su lógica y razón.

Y es que la verdad se antoja un payaso con ganas de fiesta: no fueron unos disidentes ajenos al sistema establecido, sino el mismísimo Max Planck -el "último" prusiano podríamos llamarle, por aquello de hacer drama- quien había asestado la primera herida, mortal de necesidad, al determinismo, a la causalidad, al orden que guiaba la ciencia para y por la que había sacrificado toda su vida.

Pero, en fin, eso, él y sus entusiasmados colegas no lo sabían. Todavía...


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