Revista Arte

El proceso de secado de la ciruela

Por Peterpank @castguer

El proceso de secado de la ciruela

Las migraciones no se realizan ya por desplazamientos compactos sino por infiltraciones sucesivas entre los “indígenas”, demasiado exangües y distinguidos para rebajarse a la idea de un “territorio”. Tras mil años de vigilancia, las puertas se abren… Si se piensa en la larga rivalidad que existió entre franceses e ingleses, y franceses y alemanes después, se diría que todos ellos, debilitándose recíprocamente, no tenían más objetivo que precipitar la hora de su hundimiento común para que otros especímenes de humanidad tomaran el relevo. La nueva Völkerwanderung, al igual que la antigua, suscitará una confusión étnica cuyas fases no pueden preverse con claridad. Ante cataduras tan dispares, la idea de una comunidad mínimamente homogénea resulta inconcebible. La posibilidad misma de una multitud tan heteróclita sugiere que en el espacio que ésta ocupe, no existía ya entre los autóctonos, el deseo de salvaguardar ni siquiera una sombra de identidad. Del millón de habitantes que tenía Roma en el siglo III de nuestra era, sólo sesenta mil eran latinos de origen. Cuando un pueblo realiza la idea histórica que tenía la misión de encarnar, se queda sin motivos para preservar sus diferencias, para cuidar su singularidad, para salvaguardar sus rasgos en medio de un caos de rostros.

 Después de haber dominado los dos hemisferios, los occidentales se están convirtiendo en el hazmerreír del mundo: espectros sutiles y ultrarrefinados, condenados a una condición de parias, de esclavos claudicantes y lábiles, a la que quizás escapen los rusos, esos últimos blancos. Ellos poseen aún orgullo, el motor, la causa de la historia. Cuando una nación deja de poseerlo y de creerse la razón o la excusa del universo se excluye a sí misma del porvenir: ha comprendido al fin ?por suerte o por desgracia, según la óptica de cada uno. Y si esto desespera al ambicioso, fascina en cambio al meditativo ligeramente depravado. Sólo las naciones peligrosamente avanzadas merecen hoy nuestro interés, sobre todo cuando mantenemos relaciones poco claras con el Tiempo y giramos en torno a Clío por necesidad de castigo, de flagelación. Es esa necesidad la que incita a realizar cualquier obra, tanto las grandes como las insignificantes. Todos trabajamos contra nuestros propios intereses: no somos conscientes de ello mientras actuamos, pero si analizamos cualquier época advertiremos que nos agitamos y nos sacrificamos siempre por un enemigo virtual o declarado: los protagonistas de la Revolución por Bonaparte, Bonaparte por los Borbones, los Borbones por los Orleans… Tal vez la historia sólo debiera inspirarnos sarcasmo, quizás no posea objeto… Aunque sí, lo posee, y más de uno incluso, lo que sucede es que los alcanza al revés. El fenómeno es universalmente verificable. Realizamos lo contrario de lo que perseguimos, avanzamos en contra de la hermosa mentira que nos propusimos; de ahí el interés de las biografías, el menos molesto de los géneros dudosos. La voluntad nunca ha servido a nadie: lo más discutible de cuanto producimos es lo que más apreciamos y aquello por lo que nos infligimos mayores privaciones; esto es tan cierto de un escritor como de un conquistador, de cualquiera en realidad. El final de un individuo invita a tantas reflexiones como el final de un imperio o del propio ser humano, tan orgulloso de haber accedido a la posición vertical y tan temeroso de perderla, de volver a su apariencia primitiva y de terminar su carrera como la había empezado: encorvado y velludo. Sobre cada ser pesa la amenaza de un retroceso hacia su punto de partida (como para ilustrar la inutilidad de su recorrido, de todo recorrido) y quien consigue librarse de ella da la impresión de escamotear un deber, de negarse a jugar el juego inventándose un modo de degradarse demasiado paradójico.

C.


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