Era la tercera o cuarta vez que, zapeando en busca de buen cine clásico, Paula y Emeterio topaban con Paco Martínez Soria en el papel de abuelo cateto en la gran ciudad. No entendían bien por qué las cadenas televisivas pasaban con reiteración agobiante la película de Pedro Lazaga, menos aún cuando constantemente se habla de la contaminación madrileña, de la enorme boina que a poco que acampe el anticiclón por la zona se adueña del cogote de la urbe.
—¿Decidiste ya si comprarás o no el adosado en el pueblecito de tus amores? —con cierto tono de recochineo preguntó Mariano a Emeterio, más que nada por eso de romper el hielo en ese viaje por carretera que el Ministerio les había encomendado. Las inteligencias ministeriales trataban de ver si por fin algo se podía hacer desde arriba para que quienes abandonaban el campo retornasen a él. Tras muchos años de burlarse de quienes procedían de zonas rurales parece que ahora tocaba dar la vuelta a la tortilla. En España siempre nos pasa igual, dejamos que la cosa se envenene negando su importancia para luego, cuando volver atrás es muy complicado, en un momento comenzar a lanzar mensajes para ver de revertir lo ignorado y desdeñado tanto tiempo.
—Pues sí, Mariano, Paula y yo lo tenemos decidido. La vida en Madrid es insufrible y no nos satisface nada. ¿Tú sabes lo que tardamos en llegar al Ministerio desde casa? Cerca de hora y cuarto nos lleva cada día coger un metro, luego un autobús y por último caminar unos diez minutos. No hay quien aguante este trajín, amigo.
—Sí, sí, claro —repuso Mariano—, aunque no creo que ganes mucho tiempo si tienes que llegar al trabajo desde el pueblo.
—Hombre, Mariano, no te confundas, para nada es lo mismo, no hay que mezclar churras con merinas innecesariamente. Date cuenta de que en Cercanías cogiendo la C3 a las siete en punto de la mañana, me pongo en la Castellana en tres cuartos de hora; una vez allí, desde Recoletos a la oficina, tengo la opción de tomar el bus 1 o el 27 y en poco más de 20 minutos me planto en el curro.
Era tal la satisfacción con que Emeterio contaba a Mariano sus proyectos viajeros de futuro que éste se contuvo y no quiso debatir más con él sobre la mejora o empeoramiento que le supondría volver a vivir en el pueblo de sus padres. Ellos, Manoli y Saturnino, en los años 60 del siglo pasado, abandonaron Villanueva de la Bóveda donde habían nacido, crecido y hasta casado; se trasladaron a la capital donde la aparición de nuevos barrios estaba atrayendo a miles de personas. La construcción por ese entonces lo absorbía todo y para acceder a ella no hacía falta tener estudios elevados; además, si por casualidad el ladrillo no te satisfacía, en la industria auxiliar, especialmente en la restauración, siempre había posibilidades. Saturnino se enfocó por ahí y pasó más de 40 años dando desayunos, preparando menús del día y aguantando borrachos los fines de semana hasta altas horas de la noche. A esto, con la mucha sorna que también él guardaba para sí mismo, se le decía haber triunfado.
Villanueva siempre estuvo en el pensamiento de los padres de Emeterio. Manoli no perdía ocasión de volver al pueblo cualquiera que fuese el motivo: la Virgen de agosto; la convalecencia de algún familiar, en especial la de sus padres o cuando la abuela de Eme se partió la cadera y el padre de Satur perdió la vista por culpa de unas cataratas a las que nunca quiso prestar la debida atención. Además, desde siempre, Manoli y Satur cuando llegaban las vacaciones escolares enviaban a Emeterio y a su hermana Verónica a pasar los dos meses de verano con los abuelos. Fue de esta convivencia infantil y juvenil con el terruño villanovense que nació el amor de Eme por su pueblo.
Paula, por su parte, había nacido en Madrid. «Yo soy del foro de toda la vida», decía con gracejo y orgullo la mujer de Emeterio cuando surgía el tema del origen de cada cual. Sus padres, aunque no naturales de la capital sino de un pueblo de la Comunidad, habían sido maestros de EGB en un Colegio público del barrio de Usera. Desde allí, donde con esfuerzo compraron un pisito de 60 metros cuadrados en el que algo justos vivieron con sus tres hijos, dos chicas y un varón, pudieron dar estudios superiores a Paula, la más espabilada y por ello en la que más invirtieron. Los hermanos de Paula, Silvia y Andrés, no pasaron de la EGB y muy pronto comenzaron su vida laboral: de cajera en un supermercado, Silvia, y de mecánico en un taller de reparación de automóviles, Andrés.
Paula trabajaba en la zona alta del Pº de la Castellana, en una de las cinco torres. Allí tenía su sede la constructora Obrascón en la que ella ocupaba una plaza de delineante y diseñadora gráfica. Desde Carabanchel donde vivía con Emeterio hasta la torre Spacio donde estaba su oficina, su viaje por las entrañas de la ciudad duraba un montón. Por eso ella no ponía objeción alguna a los planes de Emeterio. Y es que volver al campo, abandonar el tráfago de la ciudad, vivir en un chalet aunque fuese pareado o adosado le ilusionaba un montón.
El proyecto chalé_en Villanueva_de_la_Bóveda había ido gestándose en la pareja a lo largo de los meses, ya casi dos años, que llevaban viviendo juntos. La idea les animaba a ahorrar; quizás, también era por eso que aún no habían decidido tener descendencia. Sólo se permitían como distracción y gasto una vez al mes ir al cine un sábado por la tarde y después picar algo en el entorno de la sala a la que acudieran. Era lo único. Y es que el Cine era su pasión. De lo contemporáneo les gustaban, más o menos por igual, las películas que venían avaladas por premios como los Oscar, los Goya, los César franceses, y tal. Pero, sin duda alguna, era el cine clásico, el de Hollywood en blanco y negro o el español también de esa coloración, el que veían más, pues no les exigía salir de casa para disfrutarlo. Les bastaba con sintonizar en su televisor RTVE Play o estar muy atentos a la programación de Cine de la 2, y los fines de semana ver qué título pasaban en Cine de barrio de la 1 para disfrutar de esas pelis españolas que tanto les agradaban.
Ambos ansiaban salir de la ciudad. «Bienvenido a la Jungla», rezaba un anuncio publicitario en la A6 a la entrada de Madrid, y ellos cada vez que lo veían se ponían de los nervios, por lo que su deseo crecía y crecía más aún. Sin embargo la motivación subliminal que alimentaba esta aspiración era dispar en ella y en él. A Paula la apetencia por adquirir esa vivienda en el pueblo de los padres de Emeterio derivaba del romanticismo y amor por la tierra que se le despertaba cada vez que veía Surcos, la película de Nieves Conde, con cuyos personajes venía a identificarse, en especial con Tania: «qué otra función hago yo en la oficina sino la de chica de los recados», pensaba cada vez que la veía. Por su parte, Emeterio se veía más en el personaje de Paco Martínez Soria de La ciudad no es para mí, pues él ansiaba volver al pueblo no por ser un paleto como el Agustín de la exitosa peli, sino más bien por escapar de los peligros e incomodidades de la ciudad que en el filme se denunciaban.
Eran los dos, eso era evidente, unos románticos que, como tantos en esta sociedad en la que vivimos, se veían irracionalmente empujados por aquí o por allí a hacer o aspirar a cosas sobre las que, quizás, no habían reflexionado mucho. Querían volver al pueblo, pero viviendo como si estuvieran en la ciudad. Añoraban esa infancia ayudando al abuelo en la era, disfrutando montados en el trillo, correteando libres por las calles del pueblo desiertas de coches y sin peligro alguno, bailando con otros muchachos en las verbenas de verano sin el agobio de los mayores, sintiendo los primeros enamoramientos…
¿Sería su vida tal y como la imaginaban en esas hileras de chalés adosados que se iban a levantar donde los terrenos comunales, hoy abandonados por falta de cultivadores? ¿Podrían por fin liberarse del coche siquiera fuera para acudir a la plaza del pueblo aunque ésta distase unos dos kilómetros de la urbanización? ¿En la estación de Cercanías podrían dejar aparcado el coche para cogerlo de nuevo cuando al atardecer volviesen de la capital?

Sus deseos por fin se hicieron realidad. Pasados unos meses de haberse producido su cambio de vida, la pareja reflexionaba sobre los pros y los contras de su sublime decisión. «Todo son ventajas», se decían a sí mismos. Y es que la verdad era que a ellos madrugar nunca les había molestado, y caminar, bueno siempre había que hacer algo de ejercicio. El Cine era lo que quizás echaban más en falta. Pero ya encontrarían otras diversiones, aunque no se acercasen ni por ensoñación a lo que en otros tiempos para ellos fue, especialmente para Eme, viajar a lomos del burro del abuelo Sátur o dar vueltas en la parva sobre el trillo.
—¡Cuidado, Eme! ¿Pero no has visto venir a ese coche? —fueron las palabras que acompañaron el ensordecedor grito que salió de la boca de Paula cuando el coche del propietario del adosado 28 se llevó por delante a Emeterio, quien en ese mismo instante creyó que era una vaquilla de los encierros de su adolescencia la que le había pegado un empellón. Nadie de la localidad, él menos que nadie, sabía con seguridad si pronto volvería de la ciudad a la que con urgencia hubo que llevarlo, pues en Villanueva ya no pasaba consulta ningún médico. Paula pensó si, quizás, se habían equivocado porque el pueblo ya no era lo que fue o lo que ellos imaginaron que sería ahora. La ciudad no es para mí, decía siempre Emeterio. Pero ¿y el pueblo?
