Revista Opinión
Si analizamos los recientes acontecimientos políticos podemos llegar a concluir que el pueblo tiene la sensación de disponer cada vez de menor voz y voto en el sistema político democrático liberal. En muchos países parece que la democracia se ha convertido en una alternativa más y no necesariamente la mejor. El compromiso con la democracia está vinculado casi exclusivamente a una posible expectativa de mejora económica.
Como analiza el profesor de Harvard Yascha Mounk en su obra “El pueblo contra la democracia”, la democracia liberal occidental que fue durante décadas paradigma de la excelencia política y del progreso social y caracterizada por el derecho a escoger en elecciones libres y justas, la libertad de prensa y el Estado de derecho, se ha visto reducida para muchos a una democracia sin derechos.
Los factores de descontento han ido surgiendo durante los últimos tiempos, pero pueden esquematizarse en tres:
1) el estancamiento del nivel de vida; 2) los temores que suscitan una democracia multiétnica con la dificultad de construir identidades nacionales nuevas y multiculturales;3) el auge de las redes sociales como forma de radiar la indignación tóxica muchas veces impostada, la propaganda y las fake news.
La democracia debería ser el gobierno del pueblo, pero es absurdo creer que en la actualidad nuestros gobiernos se deban al pueblo. Las contradicciones la han vaciado poco a poco de contenido y hemos llegado a tener una crisis de legitimidad de la democracia. El liberalismo económico mal gestionado en forma de neoliberalismo, contribuyó a la desestabilización política, dando lugar a reacciones nacionalistas excluyentes en países de altos ingresos que desafían los órdenes constitucionales democráticos y sus relaciones internacionales, haciendo gala desinhibidamente de un supremacismo moral al calor de la tribu.
Estos cuestionamientos se han conformado en dos corrientes principales:
· El liberalismo antidemocrático que considera la democracia como débil, dado que sacrifica lazos sociales y seguridad en aras de una alta libertad individual.· La democracia antiliberal que considera el liberalismo débil, dado que pone el poder en manos de demagogos que gobiernan para “su” verdadero pueblo, como vemos con los nacionalismos exacerbados europeos.
A todo esto contribuye la fragilidad de la ética liberal, como expone la filósofa Victoria Camps, que es tolerante y laica, carece de dogmas pero se nutre de principios abstractos, aceptados en teoría, pero con escasa incidencia práctica, como lo muestra la impotencia frente a la corrupción y las dificultades para educar cívicamente y construir una moralidad pública.
La universalidad y el individualismo, que son las bases de la construcción de la filosofía moderna, son cuestionadas por su abstracción y formalismo. El sujeto moral, racional, universal no existe, es transcendental, no está en ninguna parte. Toma su lugar el sujeto empírico con su moral maleable y su comportamiento extractivo. La decadencia moral del individuo occidental, carne de cañón muchas veces del populismo normalmente de índole nacionalista, se ha convertido es uno de los objetos de análisis más codiciados de las ciencias sociales y las artes.
Si no queremos ser pasto del populismo y su propaganda mediática, en el fondo hemos de recuperar a pesar de sus debilidades prácticas, esa visión universalista del liberalismo que en Occidente fue anterior a la democracia y que abogaba por la igualdad de derechos, el reconocimiento del otro, la separación de poderes, la libertad de expresión y el imperio de la ley.
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