Las imágenes televisivas del desalojo forzado del asentamiento ”The jungle”, en Pas-de-Calais, constituyen la única prueba contrastable de que El puerto transcurre en nuestro presente. Al margen de este indicio, la película de Aki Kaurismäki parece de otro tiempo, por una estética que imita al cine technicolor, por el francés académico que hablan los personajes, por el oficio de lustrabotas del protagonista Marcel, por la mención del setentoso Gérard Lenorman, por un vestuario que atrasa décadas, por una banda sonora atípica que resucita la voz de Carlos Gardel, por la ausencia de todo rastro de la alienación tecnológica que padecemos actualmente.
El efecto de atemporalidad explicita el propósito de contar una fábula que trasciende el hoy (más especificamente, el tema de la política migratoria aplicada a la Unión Europea) para adquirir alcance universal (por más que algunos lo hayan olvidado, el problema de los exilios masivos no es exclusivo de nuestro siglo XXI). Lejos de expresiones solemnes, el director finlandés fija posición con parsimonioso sentido del humor.
No es casual que Kaurismäki ambiente su relato en Le Havre, uno de los puertos más importantes de Francia, donde los extranjeros ilegales suelen recalar con la intención de colarse en alguna embarcación con destino a Londres. Tampoco es inocente la decisión narrativa de atribuirles a representantes del pueblo (un lustrador de zapatos, una panadera, un almacenero) la piedad y solidaridad conducentes a ayudar a un niño africano indocumentado a reencontrarse con su madre radicada en Inglaterra.
En esta fábula deliberadamente ingenua, hasta el inspector de policía que recibió la orden directa de atrapar al fugitivo es buen tipo. Jean-Pierre Darroussin lo encarna con evidente carga meláncolica.
Sin dudas, El puerto es un cuento de hadas moderno y original. De ésos que quisiéramos ver convertidos en realidad, sin la mediación de fuerzas sobrenaturales, sino con la sola intervención de nuestra humanidad.