Baco. El padre de Idílico.
Seis bizcochos borrachos, que es el bizcocho más fácil de comer y digerir, de la pastelería del Ventorrillo están ya preparados para que sus apéndices auriculares con sus respectivos rabos sean amputados como ofrenda al Dios Baco. Deidad de la mitología romana con unos cuernos pequeñitos, patron del teatro y la agricultura, diablillo que utilizaba sus divinos poderes para liberar al uno de su ser normal, induciendo a las masas a grandes momentos de éxtasis, locuras y bacanales, casi siempre a través del vino. Se podría decir, sin temor a equivocarnos, que el Dios Baco fue el primer Cuvillo de la historia. Esa sería la cuadratura del círculo: Idílico hijo de un diós, vencido y perdonado por un mortal de Galapagar, descendiente directo de victorino, el hombre primitivo.
Pero los que estamos vencidos de verdad, atados de pies y manos, esperando el golpe de gracia final, somos los cuatro aficionados agnósticos al torero, beatos del toro que asistimos a la plaza con la ilusión y la falsa promesa por parte de la autoridad, de reencontrarnos con la emoción, la casta, la fiereza o el peligro. Toros. Cualidades que tenían los toros en la antigüedad, y que ahora han ido desapareciendo, en pos del toreo moderno, ése en el que en los carteles se escribe con letra pequeña, tipo contrato de hipoteca, el nombre de la ganadería titular, pero en el que salen las fotos de los toreros mostrando sus nuevas ortodoncias como si fueran caballos en la feria del ganado. Para realizar sus faenas de público progre, las figuritas necesitan colaboradores con cuernos teledirigidos: que si son muy grandes no caben en la muleta, y si son muy cortos, son más certeros; más bien bajitos, que grandes sólo quieren ver los billetes del Banco de España; que no humillen mucho, porque se les acaba el carbón enseguida, pero que no cabeceen porque molestan; que no sean mirones, porque te descomponen; que no escarben, por lo mismo; que no anden, porque te sacan el aire de los pulmones, pero que no se paren porque entonces no se liga; que sean mansos para que se vayan largos, pero no demasiado porque se rajan; que hagan el avión, pero con la fuerza de un pajarillo... Se matan y se pirran por los toros estúpidos, tan vacíos de casta están los unos como los otros. En el fondo, su postura es entendible, ¿a cuántos de los que van a la plaza les interesa el toro? A unos pocos que según los que, sin falsas modestias, se autoproclaman buenos aficionados, están muertos por dentro, ayunos de alegría, y sólo van a la plaza pensando en protestar, con el maldito pañuelo verde, con sus pancartas cutres, con sus pitos, sus frases y sus comentarios hirientes para el torero. Y que duren...
Mañana es el gran día para dos hombres: El Juli y Roberto Domínguez, que a poco que les salgan unos cuantos circualares invertidos, un par de molinetes, un kirikikí y, muy importante, un martinete, verán su nombre escrito a fuego junto al de Palomo Linares. Lo tienen todo a favor para instaurar, definitivamente, las nuevas reglas de la tauromaquia: la patita ya no tiene importancia (igual que el toro); lo del pico es una manía de los inquisidores del siete y de Joaquín Vidal; el dominio, como tal, no existirá, pues el toreo pasa a ser una SL de dos que se muestran desde un principio de mutuo acuerdo. Además, con los medios de comunicación actuales no hacen falta ni los sobres. Moncholis, Romeros y demás vienen trucados ya de casa, y aunque quisieran, no sabrían hacer una crítica medianamente veraz. El Sábado es tu dia, Juli, en tus manos estamos, Señor...
Operaciones Rabo anteriores han salido de manera defectuosa.