Revista Cultura y Ocio
Marino González Montero y Elías Moro han codirigido la colección «Luna de Poniente» de poesía, publicada por De la Luna Libros, uno de los proyectos más singulares de la poesía española reciente: 27 poemarios, cada uno identificado por una letra del abecedario, y todos inéditos ―no se admitían antologías ni reediciones―, de los principales poetas extremeños del momento, entre los que figuran algunos tan notables como Álvaro Valverde, Javier Pérez Walias, Álex Chico o José María Cumbreño, y también algunos jóvenes que empiezan a descollar, como Francisco Fuentes. Lo meritorio de esta colección es haber sido coherente y haberse llevado a cabo. Muchas buenas ideas, en España, nunca pasan a ser realidades por falta de iniciativa y de recursos; y muchos proyectos, si llegan a acometerse, se diluyen por desidia, cuando no por incompetencia. «Luna de Poniente» se concibió como un proyecto orgánico y cerrado, que da cuenta de la vitalidad de la poesía en Extremadura: gracias al impulso de los codirectores y al apoyo del Ayuntamiento de Almaraz ―para que luego digan que la energía nuclear no trae nada bueno―, los 27 poemarios se perciben ahora como un todo compacto y un resultado feliz. Faltan autores, desde luego ―Basilio Sánchez, Ada Salas, Pureza Canelo, Diego Doncel, Antonio Méndez Rubio―, pero en cualquier proyecto colectivo es muy difícil reunir a todos los que deberían integrarlo: algunos son de producción lenta, y no contaban con obra inédita; otros no se encontraban en las circunstancias personales idóneas para colaborar. El volumen que cierra la colección es, precisamente, de Elías Moro, un escritor, extremeño de adopción, de larga y versátil trayectoria: poeta, cuentista, aforista, diarista y bloguero, pero, sobre todo, hombre grande ―y no me refiero solo a su estatura, que roza los dos metros―, amante incondicional de la literatura y compañero entregado de cuantos nos dedicamos a ella. Hay un rastro es un poemario de intensa coloración social: «Hay un rastro de sufrimiento en la nieve...», dice el primer verso. Moro denuncia la violencia, pero la violencia más brutal: la del asesinato a sangre fría, la del pelotón de fusilamiento, la del tiro en la nuca, la del campo de exterminio, la de los enterrados en las cunetas. El libro participa de un sentimiento general de indignación, que ha elegido para manifestarse, en esta ocasión, un asunto definitivo: la muerte injusta, porque toda muerte de un ser indefenso lo es. Hay un rastro ―el del sufrimiento padecido y la conciencia vigilante, que denuncia la iniquidad y conjura el dolor― presenta una estructura muy trabada: cada una de sus seis partes se dedica a un motivo diferente, es decir, a una faceta singular de ese gran tema que los abarca a todos, y ni un solo punto interrumpe los poemas, que se hilvanan, así, en un discurso fluvial y unitario. La primera parte, titulada como el libro, describe el lugar del asesinato y la presencia, pasada o futura, de los asesinados. Tras esa fotografía tenebrosa, la sección se resuelve con este dístico abrumador: «Pesan más sobre la tierra las huellas / de los que pronto van a morir». La segunda, «Interludio animal», da voz a los animales que se benefician de la muerte: cuervos, moscardas y gusanos, y su visión ajena, exterior, objetiviza el proceso: los cuervos «ejercen su paciencia [y] entonan cantos de luto»; el zumbido macabro de las moscas rompe apenas «el silencio más triste / [que] se ha posado sobre la muerte»; y los gusanos, «en un agujero en la carne / que antes no estaba», anticipan el festín: «de tener lengua», precisa Moro, «se relamerían». «Tiro de gracia», la sección más extensa, junto con la última, «Los muertos hablan», es una larga escenificación de la muerte planificada: de las ejecuciones en tiempos de guerra o de paz, cuarteleras o policiales. Moro contrapone la burocracia de las condenas y el horror de su verificación, y detalla el itinerario que conduce de aquella a este, con ecos expresionistas y quevedianos («astillas ya tan solo / del cuerpo / en donde ardían...»). Tras constatar, con lucidez, que «quien se acostumbra al dolor / no sabe que ya está muerto», concluye con una pregunta cuya respuesta marca la frontera que separa al fanático del decente: «¿Qué épica, qué gloria hay / en matar a un hombre indefenso?». «Derrota y hambre» es un canto a los vencidos, que no solo lo han sido en el campo de batalla, sino que lo siguen siendo, y con más ensañamiento todavía, en los hogares rotos y en las mesas vacías de la posguerra: «En el tiempo gris de las derrotas / el hambre se siente como en casa // ahora sí satisfecha, / la muerte ya puede eructar a gusto». La quinta parte, con el aliterativo título de «Trilogía de los trenes tristes», y precedida por una cita de un autor que conviene perfectamente a lo absurdo de tanta muerte innecesaria, Kafka, constituye un recuerdo emocionado de aquellos trenes en los que huían los perseguidos por los nazis, o bien que transportaban al ganado humano a los mataderos de Auschwitz o Matthausen, donde perecieron tantos republicanos españoles. Quien nos habla en cada uno de los poemas es un escritor que ha viajado en uno u otro de esos trenes: Bohumil Hrabal, Stefan Zweig y Primo Levi. «Exilio», por ejemplo, dedicado a Zweig, acaba así: «un penacho de humo blanco / pespuntea los rescoldos de la noche // con carbonilla en la mirada, / en una plena desolación sin nombre, / me dirijo hacia la lluvia / para que no se vean mis lágrimas». Y el inspirado por Levi se titula «Arbeit Macht Frei (antesala)», la ominosa leyenda que daba una siniestra bienvenida a los deportados a Auschwitz. Por fin, «Los muertos hablan» es una sección coral, en la que las voces de los poemas son los de los enterrados: el proceso, fatalmente, se ha cumplido, y ya solo queda el recuerdo de los ejecutados y su murmullo inaudible. Al modo de la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, Moro hace desfilar a varios, a muchos, que nos informan de su abatimiento, pero también de su esperanza: «Los muertos sabemos de la lluvia / cuando nos crecen flores entre los huesos», reza, escuetamente, el penúltimo poema. Libros como Hay un rastro son, precisamente, flores entre los huesos de la injusticia, esperanza en el páramo de la devastación.