El paquete no tenía remitente ni dirección reconocible. Lo había recibido un par de días atrás pero le había pillado en mal momento y lo había olvidado sobre la mesa del comedor. Era una caja de cartón de color marrón de unos treinta por treinta centímetros, y un espesor de unos diez, no pesaba mucho y si la removías, algo bailaba en su interior golpeando las paredes con ruido amortiguado. Luisa fue a la cocina a buscar unas tijeras para cortar la cinta adhesiva que unía las solapas, y las separó con cuidado. Sacó un revoltijo de papel de burbujas, que fue sajando despacio, mientras disfrutaba de las pequeñas explosiones parecidas a las de las palomitas de maíz.
El regalo era un cuadro pequeño, con un holograma que representaba un cráneo alargado, como de galgo, pero los dientes eran muy extraños, largos y muy juntos y salientes. No pudo reconocerlo, pero venía firmado. Por lo visto, Andrés había decidido hacer las paces con un regalo, aunque fuera tan extravagante como ese. De todas formas no iba a perdonarle tan fácilmente, esperaría otra señal, una llamada, con las disculpas que merecía.
Lo colgó en una pared del salón, en un rincón discreto, tampoco es que fuera un Picasso, y se olvidó de él durante tres días, absorbida por las jornadas de oficina sin fin y las noches de pecadillos inocentes de realities televisivos esperando la llamada de Andrés que no llegaba.
Al cuarto día, al ir a regar el ficus del rincón, le pareció de repente que el cráneo parecía distinto. Se acercó al cristal, estaba más hinchado, pero tampoco es que se hubiera fijado tanto cuando lo colgó, la memoria le debía de haber jugado una mala pasada. No le dio mayor importancia, y además llegaba tarde al trabajo, así que salió corriendo de casa. En el primer escalón del portal, ya se había olvidado del cuadro.
Cuando volvió por la tarde, recordó la anécdota y se rió mientras se acercaba a mirar el cuadro. Pero esta vez no tenía dudas, el hueso estaba cubierto por una fina capa carnosa, el blanco lechoso se había vuelto ligeramente rosado, como una pata de corderito preparada para asar. Lo descolgó y lo apoyó contra la pared sobre la cómoda del dormitorio, donde estuviera bien visible. No había dudas, o tenía truco, o estaba alucinando.
Lo primero que hizo al acostarse fue vigilar el cuadro de reojo, y al levantarse la primera mirada fue para la cabeza alargada de perro mutante, pero no parecía que hubiera habido cambios importantes, y sólo fue a inspeccionar un par de veces, bueno quizá un poco más, pero para alguien como ella, quizás un ligeramente obsesiva, era prácticamente como ignorarlo.
Por la mañana en la oficina, sin embargo, le volvió a la cabeza, y empezó a investigar, bendito internet. Primero repasó los perros, pero ningún cráneo coincidía, aquella mandíbula era totalmente diferente de las fauces destroza-carne del mejor amigo del hombre. Con aquellos dientes curvados y finos, era imposible despedazar una presa, pero entonces, ¿qué era? ¿Una cabra quizás? ¿Algún animal exótico africano que rumiaba hierbajos de la sabana? Tampoco recordaba que hubiera rastro de cuernos, así que esa línea quedaba cortada.
Cuando iba a abandonar las pesquisas, se le ocurrió investigar únicamente los cráneos e hizo un último intento: “cráneo animal alargado” y entre los millones de resultados de imágenes, uno llamó su atención: “grandes saurios”. Hasta ahora no se había ocurrido que pudiera ser un animal prehistórico. Excitada por el descubrimiento entró en la página. Le desanimó ver cuantos tipos de dinosaurios había, descartando los que conocía, triceratops, tiranosaurio, y poco más, cortesía de “Parque Jurásico”, iba a tardar un rato largo en revisarlos todos. No tuvo, sin embargo, que rebuscar mucho, en la letra D estaba la clave: DIPLODOCUS. Un gigante simpático de cuerpo colosal y cabeza minúscula.
Se le hizo interminable la jornada, los informes quedaron apilados sobre la mesa, olvidados, tenía ansiedad por llegar a casa y comprobar si había acertado o no, así que cogió un taxi para llegar a casa lo antes posible. Al colocarse frente al cuadro vio, súbitamente inquieta, que la carne empezaba a coger un tono grisáceo y que unos ojillos redondos la vigilaban y seguían sus movimientos. Desmontó el marco, pero no había ningún mecanismo que pudiera justificar el cambio.
Cenó delante del animal, mirándolo fijamente esperando un gesto, pero no hubo nada. Llegó la hora de acostarse, pero el sueño no aparecía por ningún sitio. Se tumbó dándole la espalda, pero un cosquilleo en la nuca no le daba tregua. Finalmente, sobre las cinco de la mañana, le venció el cansancio y se quedó dormida. Se levantó embotada, como si hubiera dormido una eternidad, era sábado y no había puesto el despertador. Se giró hacia la cómoda. No había cuadro.
Se concentró, la recepción del cuadro, toda la semana, empezaban a disolverse como un sueño. ¿Qué día era? No lo recordaba. Y se dio cuenta. ¡Todo había sido un sueño! No había habido cuadro, ni dinosaurio. Se sintió aliviada y fue a levantarse.
Y entonces lo oyó, un ruido pesado en el salón, a través de la puerta vio un ficus desnudo, sin hojas, y atravesó la pared un olor a ciénaga fantasmal...
PÚRPURA (Christine Andrés Moreno)
Este ha sido el relato ganador del Tercer Certamen Literario Koprolitos. Su autora, Christine, ya participó en la edición anterior y además tiene un blog propio donde pueden leerse más relatos suyos.
¡Felicidades Christine!