Revista Cultura y Ocio

El Reino, de Emmanuel Carrère

Publicado el 04 diciembre 2015 por Jordi Jordi Corominas @jordicorominas
El Reino, de Emmanuel Carrère


No es casual empezar por el número 1 bis de la rue Vaneau. En ese edificio vivió André Gide, excelso escritor autobiográfico, férreo protestante por tradición familiar y buen conocedor de los evangelios. Años más tarde esa casa con una extraña fachada curvilínea irrumpe de nuevo en la literatura francesa de la mano de El Reino de Emmanuel Carrère, digno sucesor del autor de Los sótanos del Vaticano.La relación entre ambos debe cifrarse desde la inevitable evolución del género novelístico. Gide lo tocó en ciertos momentos de su existencia y consiguió cumbres como Los monederos falsos, obra en que su presencia personal es constante porque en sus páginas no oculta brindarnos un roman à clef con rostros bien reconocibles. El mayor hito del premio Nobel de 1947 fueron sus diarios, inclasificables más allá de su valor testimonial. Por su parte Càrrere ha demostrado desde El adversario ser un valiosísimo apóstol de una literatura  diferente del yo que reformula la novela desde unas coordenadas donde el narrador es un detective de sí mismo capaz de aprovechar cualquier material para reflexionar, investigar y sacar una serie de conclusiones muy relativas. Su método deberá ser recordado como un cierto giro copernicano de principios de nuestro siglo que le ha conferido el honor, bien extraño en nuestra época, de poder presumir de originalidad bien aliado con un estilo propio que, además, ha influenciado a colegas de muchas y variadas latitudes. En esta ocasión la excusa para su nueva creación surge de la transformación de su yo pasados veinte años. Creo que en Carrère es importante delimitar como frontera la caída del muro de Berlín. Sin el derrumbe de los comunismos su mundo sería otro y la influencia rusa quizá no podría formularse con tanto esplendor. Nos situamos en 1990. El novelista se encuentra perdido en una crisis sentimental y alcohólica. Una tarde, casi un presagio, acude al piso de su madrina en el número 1 bis de la rue Vaneau. Ya he dicho que las casualidades no existen. Esta mujer es católica y ha insistido durante mucho tiempo en la importancia de la fe. El Carrère escritor emergente considera absurda la cuestión, pero en su desorientación se asesora, conoce al muy cristiano Hervé y un día la eucaristía le concede unas palabras para la gran sacudida: “pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”. Se convierte y durante tres años cultivará su amor para con el señor a través de apuntes sobre el Evangelio de Juan en dieciocho libretas. El entusiasmo se desvanecerá entre la escritura de una biografía de Philip K. Dick y el retorno a una cierta normalidad.Carrère es un hombre curioso. Tras Limónov debió costarle dar con un tema potente y lo localizó por un matiz filológico. En Los Hechos de los Apóstoles, supuesta segunda parte del Evangelio de Lucas, hay un pasaje decisivo. El narrador, hasta entonces bastante aséptico, menciona la súplica de un macedonio. Pablo, que aún no era santo e ignoraba transitar por el año 50 después de Cristo, se decide a ayudarle. Muy bien. El punto de inflexión es hallar en este fragmento un “inmediatamente intentamos partir a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos”.Lucas está presente, luego cuenta la historia con conocimiento de causa y Los Hechos de los Apóstoles devienen un relato en primera persona, como la gran mayoría de los textos de Carrère, quien se interesa y se aventura a intentar trazar una biografía del patrón de los pintores s a partir de esa pequeña apertura de la puerta del Nuevo Testamento.No importa mucho si lo consigue y el mismo es consciente de la dificultad del envite. Por eso aprovecha el mismo para trazar su peculiar visión de los orígenes del Cristianismo leyéndolos como si fueran una novela vista desde distintas vertientes. La primera es la suya de exégeta, una confesión de sus pesquisas inmersas en su día a día entre vídeos porno, enamoramientos y el desarrollo comprensible de toda investigación, plagada de saltos y sorpresas. La segunda tiene al autor del material como protagonista en la sombra porque, ahí accedemos a la tercera, Pablo es el héroe absoluto por su lucha contracorriente en su interpretación de la fe. Carrère entiende la magnitud del protagonista y los obstáculos del reto. Lo considera un trotskista de la secta, un outsider empecinado en desmontar el tinglado de los padres fundadores para expandir la palabra de Jesús en sentido ecuménico, y ese punto le da juego para plantearse cómo las creencias son desmentidos de la realidad, ilusiones del desprenderse de las exigencias de la razón para instalarse en mundo allende el mundo: el Reino de los cielos.La narración fluye en su desorden ordenado de una sinceridad aplastante. Por principio todo narrador es un farsante, un manipulador incuestionable y el francés no lo oculta en ningún momento. Sin embargo expone a las claras sus intenciones. No pretende ninguna verdad definitiva, navega por el mar que él mismo ha generado y se deja llevar por el viento de la Historia sine ira et studio, con la objetividad subjetiva de quien contrasta fuentes, viaja con sus personajes y termina por conocerse mejor entre el mundo globalizado de la Antigüedad con Asia como punto de lanza, la Roma neroniana y la resaca de los Flavios, antesala de una consolidación hacia el lento estallido corroborado por Constantino.

El tiempo histórico se funde con el tiempo personal de este autodenominado Bobo, bourgeois bohème,  parisino. Sus teorías se hilvanan con el deseo de entender su propia  transformación y, con un toque sutil, sirven al lector para comparar lo remoto con lo presente, no desde la máxima marxista, sino desde el libre albedrío de la novela, bestia poliforme que se resiste a morir por el poder bautismal de algunos escritores. 

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