Cuatro películas con propuestas muy distintas, pero todas interesantes y resueltas con convicción, constituyen la carrera de Rodrigo Sorogoyen, un director que arriesga y muestra talento casi en cada plano. El reino es una obra convincente de cine político al trazar una plausible crónica de corrupción en la España actual, es decir, lo que siempre se ha calificado como una “película necesaria”.
En la línea de B (David Ilundain, 2015), que trasladaba el interrogatorio del juez al tesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, a su vez basada en una obra de teatro, en el caso de El reino se opta más por la ficcionalización de los hechos históricos, pero posee el mismo estilo de narración entrecortada, con alusiones veladas o genéricas que sirven más para bosquejar un clima moral y actitudes psicológicas que para hacer una crónica de sucesos: me recordaba a ese modelo espléndido de cine político que es House of Cards. El reino da cuenta de la corrupción generalizada del Partido Popular con la trama Gürtel, caso Púnica, los papeles de Bárcenas y las piezas separadas que han aparecido en esos casos y otras corrupciones de menor calibre. Como se sabe por la prensa, las implicaciones de numerosos cargos políticos de primera línea en delitos de prevaricación, apropiación indebida, cohecho, fraude a la Administración, malversación, falsedad documental, blanqueo de capitales, etc. dibuja un panorama de corrupción generalizada. Sólo en la primera sentencia (mayo de 2018) son condenados 29 acusados a un total de 351 años de cárcel.
La película no pone nombres y apellidos, ni da detalles para identificar en la ficción a personajes reales. Sitúa la acción en una comunidad autónoma, con un vicesecretario de un partido y candidato firme a suceder al presidente enfermo. Tampoco detalla cómo han robado, recalificando terrenos y pedido mordidas. Interesa más mostrar el cinismo de negarlo todo y las luchas en pleno naufragio, cuando hay pocos salvavidas y los políticos se dan navajazos para conseguir uno.
Esta acertada perspectiva hace de El reino una película ambiciosa, con voluntad de trascender las miserias hispanas y de comunicarse con espectadores de cualquier lugar. Porque ese reino no es el de España solo, puede ser cualquier otra monarquía y repúblicas como la de Putin, la de Trump o la non nata de Puigdemont/Torra, cuyo partido tuvo que ser refundado para cerrar (en falso) las corrupciones. “Reino” porque el partido y las élites del poder funcionan con total despotismo y férrea jerarquía en función no de valores o consensos democráticos, sino de ambiciones personales, alianzas para mantenerse en el poder o cuchilladas (metafóricas, pero también reales) con que eliminar al enemigo o defenderse de él. Como Shakespeare y Maquiavelo todavía gozan de buena salud, El reino les pertenece: la película habla del Poder con mayúsculas y en términos absolutos, lo que implica, de entrada, poner entre paréntesis la moral.
En el panorama trazado todos son villanos, no hay héroes y el protagonista Manuel (espléndido Antonio de la Torre) es un delincuente como los demás a quien le parece injusto pagar en solitario por delitos que sus compañeros también han cometido. Por ello aplica la técnica del ventilador, de airear la mierda e intentar obtener alguna ventaja en la ceremonia de la confusión y el diagnóstico generalizado de corrupción.
En la última secuencia en un plató de televisión la película plantea algunas preguntas muy relevantes al espectador: ¿han sido cómplices de la corrupción con sus silencios los medios de comunicación? ¿no están detrás de los medios los mismos poderes económicos que han corrompido a los cargos políticos? También se deja entrever la pasividad de la ciudadanía. O incluso su tolerancia hacia la corrupción, como en la escena en que un camarero se equivoca y devuelve al cliente dinero de más.
Una música estridente y enérgica que intensifica el dramatismo de imágenes muy cercanas, con abundantes primeros planos, un ritmo espléndido –quizá con la excepción de la secuencia que transcurre en el chalet de Andorra, a mi juicio innecesariamente alargada- y, sobre todo, un plantel de intérpretes bien dirigidos convierten esta película en una obra muy sólida desde el punto de vista cinematográfico. Mucho más cuando, en las antípodas del filme “basado en hechos reales”, consigue transmitir la verdad de fondo no a través de fieles reproducciones de esos hechos, sino de ficciones. Si hablamos de “falso documental” para referirnos a películas con la forma de documental que inventan sucesos y personajes que nunca existieron, habrá que referirse a El reino como una “falsa ficción”, pues ni nombres, lugares o hechos concretos han sucedido y, sin embargo, remiten a casos tan reales como los documentados en los cientos de miles de folios de los sumarios de la Audiencia Nacional. En fin, que la ficción puede ser más verdadera que la crónica o el documental.