Revista Cine

El rey blanco: Tarzán de los monos, la selva radiante (Entrega I)

Publicado el 23 diciembre 2012 por Esbilla

Empezando desde hoy mismo y a lo largo de los próximos cinco domingos se publicará por entregas en Ultramundo un dossier que comprende las producciones del Ciclo Tarzán de la MGM, desarrollado entre 1932 y 1942.  Diez años que abarcan desde las aventuras de contornos sinuosos, hasta la sencillez familiar, mostrando el camino hacía el conservadurismo de la cultura pop USA. Naciendo juvenil y pre-Code, entre efervescencias eróticas y  diseño art déco  y madurando  como héroe ejemplar, impoluto y paternal, dispuesto a asumir sus responsabilidades familiares en la década bélica de los 40.  Tarzán de los monos (1932), Tarzán y su compañera (1934)
La fuga de Tarzán (1936),  Tarzán y su hijo (1939), El tesoro de Tarzán (1941)  y Tarzán en Nueva York (1942) serán la guía para una cartografía posible de una década de cultura pop, cambios sociales, morales, estéticos, políticos y económicos  atravesada por el mito del buen salvaje pulp visto por Hollywood.

Seguir el enlace: http://cineultramundo.blogspot.com.es/2012/12/critica-de-tarzan-de-los-monos-johnny.html

Entrega I:

Tarzán de los monos (Tarzan, the Ape Man), W.S. Van Dyke, 1932, USA

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1. Papel selvático

¿Os imagináis lo que sentiría el lector tardoeduardiano al enfrentarse por primera vez a las hazañas de Tarzán en 1912? Aquello era un canto de afirmación nacional, viril y racial dirigido a estimular hasta el paroxismo el orgullo de ser británico. Un inglés, solo, en mitad de la selva y siendo un niño era capaz de erigirse en su edad adulta como el rey de sus contornos, sometiendo a todo tipo de bestias, a humanos de todos los colores y al medio mismo. Claro que no solo era un inglés, también era un Lord.

Estaba decididamente cerca de la divinidad. No era un Dios, pero era un inglés que es lo más parecido, como decía Peachy Taliaferro Carnehan en “El hombre que pudo reinar”, la formidable adaptación crepuscular que John Huston sobre el relato de Kipling, uno de los héroes literario de Burroughs, por cierto. Y como otros héroes británicos reales o ficticios y cercanos en el tiempo, Gordon de Khartoum o T.H. Lawrence entre los primeros, o Allan Quatermain entre los segundos, Tarzán había hecho suya aquella tierra adoptiva que lindaba al Norte con África y al sur con la imaginación. 

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Pero esta incorrección, esta rudeza old fashioned -nada comparable al delirio anti-amarillo de su coetáneo Sax Rohmer, un autor de ínfima calidad en comparación al creador de Tarzán, encarnado en el pérfido siete veces doctor Fu-Manchú- es también parte de ese encanto que lo “Pulp” presenta para el lector contemporáneo, que recibe una literatura popular de tono, estilo e intenciones muy diferente de la del presente, incluso de las revisitaciones “Pulp” realizadas hoy, oscilantes entre la ironía condescendiente o una frialdad que revela la ausencia de un elemento básico: el sentido del delirio.

El pulp original mantiene intacta su fascinación porque, más allá de estilos toscos o sofisticados está convencido de lo que narra, carece de vergüenza. Tenía conciencia de estar destinado a un tipo de lector básico, que demandaba emociones puras, directas, arrastradas por un caudal inagotable de acción y peligro. La imaginación era el límite, si eras capaz de escribirlo existía. Una vez convertido en palabras los escenarios y personajes eran tan reales para el lector como su vida cotidiana, y desde luego mucho más apasionantes. Era más emocionante regresar a las selvas con Tarzán o las dunas del planeta Badoom que un apartamento en Brooklyn o a una granja en Kansas.

Paradójicamente Edgar Rice Burroughs era norteamericano. No era un británico convencido de su derecho de superioridad, sino un aventurero de mil oficios, algunos tan literarios como el de alistado voluntario en la Caballería rumbo al Oeste, que en los primeros diez comenzó a publicar relatos en las entonces popularísimas revistas “Pulp”.(continuar)

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(…)Ninguna con el éxito abrumador de “Tarzán”, aunque el cine que tan rápido la acogió –se cuentan cinco adaptaciones más durante el silente entre largos y seriales, incluida “The son of Tarzán” (Arthur J. Flaven y Harry Revier, 1920) sobre Korak, hijo de Tarzán, en la cual el padre vestía ya bajo el nombre de Lord Greystoke – colaboró a difuminar sus rasgos literarios originales a favor de una recreación a medida. Mucho menos ambiciosa, sofisticada y arriesgada, lejos, casi se diría que por naturaleza y por cuestiones de medio, mentalidad y presupuestos, de las dinámicas, imaginativas y épicas novelas. Como escribe Richard A. Lupoff en el excelente “Master Of Adventure: The Worlds Of Edgar Rice Burroughs” regresar al texto de Burroghs, a ese primero e incontaminado Tarzán de los Monos permite reencontrar algo que no es “Un simple cuento de aventuras primario, sino una novela de sorprendente complejidad, con un largo reparto de personajes, desarrollada en tres continentes y con una secuencia de sucesos que se extiende a lo largo de años” Una simplificación que afecta, por supuesto, a la definición del carácter, psicología y hasta iconografía del mismísimo Tarzán, adherido para siempre al inconsciente popular a la imagen atlética, impoluta y suave de un nadador olímpico llamado Johnny Weissmuller.

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2. El Hombre-Mito 

Nacido en Timisoara cuando está todavía pertenecía al Imperio Austrohúngaro Weissmuller compitió por los Estados Unidos en 2 Olimpiadas, ganado 5 medallas de oro y 2 de bronce y convirtiéndose en los últimos 20 en un ídolo popular. Como Tarzán era un hijo del viejo mundo y del viejo orden, que había triunfado en su país de acogida, dominándolo gracias a sus cualidades físicas superiores. Y en 1932 la MGM le pone bajo contrato.

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Pese a que se como hemos visto ya existían Tarzanes en imagen real anteriores y que el personaje sería reencarnado ad eternum por un sin número de actores, ninguno de ellos antes ni ninguno de ellos después “Fue Tarzán”, se limitaron a “Hacer de Tarzán”. El personaje no era transitivo en la piel de Weissmuller, se hizo permanente. Como sucedió años después con el culturista Steve Reeves al encarnar a “Hércules” en el díptico fundacional de la edad de oro de las coproducciones “Hércules” y “Hércules y la Reina de Lydia”, el nadador no necesitaba en absoluto ser un actor. De manera similar a los Pierre Brice y Lex Barker –que curiosamente había sido Tarzán antes- del cicloWinnetou/Old Shatterhand, Reeves y Weissmuller poseían “La presencia”. Eran manifestaciones ideales, estatuarias, de los arquetipos a los cuales daban vida; “Tenían un cualidad trascendente, una presencia majestuosa que se explicaba sola”, autocitándome del volumen “Bolsilibro y Cinema Bis” (El sueño de la aventura: los héroes alemanes de Karl May).

Hierático y noble, todavía juvenil y conservando un aura de inocencia Weissmuller era el perfecto buen salvaje rousseauniano pasado por la túrmix febril de la literatura popular primero y del cine espectáculo después. Su Tarzán era guapo, radiante, valiente y sexual pero nunca perdía la perplejidad ni el candor; un extraño niño selvático con melena leonina y cuerpo de atleta. Inflamable al contacto con la liberada Jane que interpretaba Maureen O’Sullivan haciendo realidad el sueño erótico de millones de espectadoras.

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Curiosamente cuando la serie fue desbrozada de sus contornos más sensuales y violentos por la acción del Código Hays –algo que tendremos espacio para tratar en la próxima entrega centrada en “Tarzán y su compañera”-, Weissmuller encajó igual de bien en los nuevos rasgos paternales de Tarzán. Pasó de ser el amante ideal al marido perfecto conservando una virilidad que se fue haciendo tranquila y sabia. Todo un cambio de paradigma del personaje y sus películas, de orientación progresivamente familiar.

El camino de Tarzán a lo largo del ciclo de la MGM, que es el que cubre este dossier, acepta un curioso paralelismo con el devenir de los tebeos de Superman en particular y de superhéroes en general desde su aparición fulminante a final de la década de los 30 y la reconversión tras la instauración del “Comic Code” en 1954, a su vez un siniestro espejo que reflejaba el Código Hays ya vigente en el mundo del cine. Si este fue promovido por las ligas femeninas de decencia, marcadamente religiosas y conservadoras, el primero lo fue por las enfermizas acusaciones del psiquiatra Fredric Wertham en su libro La seducción de los inocentes, donde los cómics eran tratados como material corruptor de las mentes juveniles. Ambos códigos supusieron la domesticación de unos medios y unos lenguajes todavía en estado salvaje, radiantes de vitalidad, libertad y creatividad. Tras su encontronazo con la censura Tarzán ySuperman nunca volvieron a ser los que fueron.

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“Estático, conservador y reservado, ya no quedaba nada del inquieto futurista antisistema”, expone Grant Morrison en su ya fundamental ensayo “Supergods”. Lo mismo puede aplicarse al Rey de los Monos.

La diferencia es que los cómics, taponados por la censura, se hicieron implosivos, enloquecieron, dando paso en un delirio sin fin de mutaciones, alucinaciones y temores psicopatológicos ocultos tras el aspecto infantil y absurdo de aquellas historias. Tarzán, en cambio, solo se volvió más domestico. Inofensivas y sin dobleces, aquellas eran aventuras para toda la familia pronto protagonizadas por una familia en las cuales el héroe era ejemplar y que estaban destinadas a saciar el “Hambre de redundancia”, en palabras de Umberto Eco, del espectador (Tal y como lo habían estado antes las del lector de Burroughs) deseoso de “Determinadas actitudes tópicas de personajes también tópicos, en los que amamos unos comportamientos fijos” (Umberto Eco, “Apocalípticos e integrados”).

3. Hola al Rey (continuar)

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