LA HABANA, Cuba.- Quien cometa un delito en Cuba debe tener la certeza de que no bastará con cumplir la sanción que para él decida el tribunal, que no será suficiente el aislamiento y el encierro. Quien quebranta la ley en esta isla tiene, de antemano, la seguridad de que los guardias pondrán todo su empeño en hacerlo sentir en un infierno en el que se repite la figura de un uniformado Lucifer.
El preso común también paga caro su estancia en ese subsuelo diabólico, casi tanto como el que va a la cárcel por “cuestiones políticas”. Allí se irrespeta cualquier derecho humano, aunque el discurso oficial intente demostrar lo contrario y alardee de las bondades de las cárceles cubanas, y hasta aparente abrazar la Carta de derechos universales de las Naciones Unidas. Esa figura conocida en la isla como preso común, es usada como mano esclava, y quienes reciben algún beneficio económico conocen muy bien del tratamiento que les dedican los militares.
Las golpizas son lugares comunes en esos espacios de encierro, denostar al preso es el plato que mejor cocinan los celadores. Las golpizas nunca tienen justificación; golpear es un derecho que les da un gobierno acostumbrado a reprimir y aporrear desde que se sentó en el trono. Un preso puede ser golpeado impunemente porque los uniformados no reconocen los derechos que asisten a los reclusos. Sus frustraciones y desconocimientos son volcados con saña sobre los convictos.
Didier Cabrera Herrera tiene ahora treinta y nueve años y cumple sanción por un homicidio que cometió en defensa propia. Didier fue agredido en su propia casa. Didier preparaba yogurt en su casa y allí mismo lo vendía, hasta que un delincuente del vecindario le pidió un pomo y se negó luego a pagarle. El agresor desenfundó su arma blanca y alardeando amenazó al vendedor, y del alarde pasó a la agresión más real, a la insospechada violencia. El delincuente pretendió hincar con el cuchillo; primero en un punto, luego en otro, sin que contara con la destreza de Didier.
Luego vendría el forcejeo en el que Didier fue más diestro y consiguió arrebatar el arma blanca a su agresor y la usó en su propia defensa. Didier se defendió, hincó al agresor con la punta afilada, pero no comprometió ningún órgano, pero un golpe fracturó una costilla que dañó algún órgano vital, según dictaminara el médico forense. Así entró Didier a la prisión para cumplir con una sanción de cinco años.
Con el preso viajaron hasta la cárcel los certificados médicos, esos que advierten que este hombre sufre de un “trastorno de inestabilidad emocional de la personalidad de moderada intensidad, y de base orgánica”, que ya le había impedido cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. Los medicamentos para tenerlo apaciguado son: Carbamazepina, Sentralina y Clonazepán, pero no siempre le son administrados con la regularidad indicada por su médico, a pesar de que las autoridades estén enteradas de que el enfermo intentó suicidarse antes de entrar a prisión.
Certificado médico de Didier Cabrera Herrera. Foto del autorEl primer reclusorio que lo acogió fue el “Combinado del Este”, donde mantuvo buena disciplina, a pesar de lo irregular que se volvió su medicación cuando lo alejaron de su madre. Los médicos atribuían los descuidos a la no existencia de esos fármacos, aunque no aceptaban los que su madre, Iris Josefina Herrera López, con muchos ruegos, intentaba entregarles.
Didier fue enviado luego a una prisión en Manacas, en la provincia de Villa Clara. Hasta allí viajó su madre en cada visita, sorteando todos los escollos de la mala transportación en la isla. Y muchos fueron los ruegos de esta mujer para que las autoridades permitieran el regreso de su hijo a La Habana o a un lugar más cercano. Ella reclama y reclama en la Dirección Nacional de Prisiones de 15 y K, en el Vedado, pero hasta hoy no consiguió la cercanía de su hijo, como sí lo logró Leonor Pérez en el siglo XIX, cuando el Gobernador General de la isla, y tras el “ruego de madre”, atendió a las súplicas de Leonor.
Este hombre sigue allí, tan alejado de su madre, sufriendo vejaciones en celdas de castigo y hasta intentos de violación de “Calandraca” y “Calabera”, dos peligrosos reclusos que campean en la prisión exhibiendo armas blancas sin que reciban castigo alguno. Quien sí recibió castigo fue este hombre enfermo, que fue trasladado a la prisión de Guamajal, en las afueras de la ciudad de Santa Clara, donde pasa sus días en el atroz encierro de otra celda de castigo, en la que dos guardias lo golpearon con tanta fuerza que su ojo izquierdo quedó afectado.
Para colmo, y a pesar de tanto abuso, el Mayor Cepero, acaba de hacerle saber a la madre que se ha denegado por un año la Condicional, sin que le hicieran saber las causas, aunque ella supone como razón, las muchas llamadas telefónicas que hace el hijo contando que no lo medican. Así sobrevive este joven enfermo, ante la apatía e injusticias de las autoridades del penal y de la “justicia” cubana que no está interesada en reparar esas desvergüenzas que pueden acabar con la vida de Didier Cabrera Herrera, un joven muy enfermo.
ACERCA DEL AUTOR
Ángel Santiesteban
(La Habana, 1966). Graduado de Dirección de Cine, reside en La Habana, Cuba. Mención en el concurso Juan Rulfo (1989), Premio nacional del gremio de escritores UNEAC (1995). El libro: Sueño de un día de verano, fue publicado en 1998. En 1999 ganó el premio César Galeano. Y en el 2001, el Premio Alejo Carpentier que organiza el Instituto Cubano del Libro con el conjunto de relatos: Los hijos que nadie quiso. En el 2006, gana el premio Casa de las Américas en el género de cuento con el libro: Dichosos los que lloran. En 2013 ganó el Premio Internacional Franz Kafka de Novelas de Gaveta, convocado en la República Checa con la novela El verano en que Dios dormía. Ha publicado en México, España, Puerto Rico, Suiza, China, Inglaterra, República Dominicana, Francia, EE UU, Colombia, Portugal, Martinica, Italia, Canadá, entre otros países.
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