Mi compadre, el Matías, cada vez me sorprende más. Ayer me pidió que le acompañara a visitar a un primo suyo, que según me dijo es Conde. De título, digo, no que oculte cosas. Le regaló un iPad y yo, al quite, le ofrecí un seguro de mis amigos de Te Lo Garantizo. Pero la tarde fue antológica. Como para olvidarla.
-¿Y cuántos años dices que llevas sin verle? –pregunté yo, cariacontecido.
-Uno. Y voy por lo que voy…
-¿Y por qué vas? –insistí yo, al ver que el Matías no soltaba prenda, y menos el paquete que llevaba bien agarrado bajo el brazo izquierdo.
Caminábamos por una de esas calles buenas del centro de Madrid. Aceras limpias, gente de postín paseando y coches de alta gama pasando por las calles o intentando aparcar donde buenamente pudieran.
-Ya hemos llegado.
El edificio era de una factura impresionante. Quien viviera allí, desde luego, tenía posibles. Y muchos. Subimos en ascensor dos pisos y llamamos sin más dilación a la puerta. Nos abrió un tipo cejijunto, ropa de servicio, alto y calvo. Un cuadro, vamos.
-¿A quién tengo el gusto de anunciar al señor conde? –nos requirió todo ceremonioso él.
-A su primo Matías y a un amigo suyo.
-¡La excelentísima figura de su señor primo Matías y un amigo solicitan audiencia a la egregia caridad del Conde de la Mediablanca! –gritó el mayordomo por el pasillo de la casa antes de darnos acceso a una luminosa estancia.
El pasillo de la casa era para verlo. Cuadros por todas partes, mesas caras, bandejas de plata, telas que debían valer un potosí… Y cuando el mayordomo abre la puerta, nos quedamos el Matías y yo con la boca abierta.
-¡Gañán! ¡Te tengo dicho que llames a la puerta antes de entrar!
-Pero si lo he hecho…
-¡Pero no me das tiempo!
Un individuo de unos ochenta años, como poco, encorvado, pelo blanco y nariz aguileña, ejercitaba su mano diestra con frenesí mientras contemplaba una revista de esas pornográficas. Y lo peor es que aún nos dio tiempo de asistir al final del número, cuyas imágenes prefiero ahorrarme por gusto y educación.
Una vez terminado el menester que se traía entre manos, convenientemente aseadas en una palangana puesta a su disposición por el mayordomo, el familiar del Matías nos pidió que tomáramos asiento.
-¡Benditos los ojos! Como verás, aún estoy vivo… –nos espetó a modo de recibimiento.
Y el Matías, avispado que es, y sin abrir la boca, le puso en las manos el paquete que portaba con tanto celo. Preámbulos, los justos y necesarios. Que para hablar, si hablamos, ya habrá tiempo.
-Ábrelo, que seguro que te va a gustar…
El primo lo desempaquetó, y ante sus ojos surgió la caja de un iPad.
-¿Y esto?
-Es una tableta, primo. Como sé de tus gustos, ahora podrás ver esas películas que tanto te gustan sin necesidad de recurrir al video. Y en cualquier parte.
-¿En cualquier lado? –compuso una media sonrisilla el otro.
-Sí, sí. Y además este amigo, que es compadre mío, te lo ha asegurado para que si le pasa algo no tengas de qué preocuparte. Luego te explicará en qué consiste eso del seguro.
Mi cara de asombro inicial no pasó desapercibida para el Matías, que me soltó un codazo para que le siguiera la corriente. El primo tardó poco en conectar el susodicho iPad y comprobar que tenía conexión a Internet. Y poco tiempo empleó en descubrir los placeres ocultos de la red de redes. La tarde se nos pasó en un santiamén después, ya que el primo tenía cuerda para rato y más historias que la Enciclopedia Británica.
Tres horas después, ya en la calle, bajo la luz de las farolas y con un frío de mil demonios, quise salir de dudas.
-O sea, que es ni es primo ni nada.
-Qué va. Lo conocí hace veinte años cuando yo trabajaba como camarero en el restaurante. Nos caímos bien y desde entonces inseparables. Hablamos con frecuencia, y la última vez me dijo que estaba fastidiado de salud y que, para colmo, se le había roto el video. Y para él, como habrás comprobado, el video es su vida. Así que le dije que le haría un regalo que le vendría de perillas. Que vea que me preocupo por él.
A mí aquello no me cuadraba, y conociendo al Matías como lo conozco, allá que me fui.
-¿No tendrá que ver con que está más solo que el uno y que puede dejarte un buen pellizco de todo lo que tiene?
Y el Matías mira para delante. Muy soliviantado.
-¡Leche, Argimiro! ¡Me preocupo por él! ¡¡Cómo si no me conocieras!!
-Por eso –respondí-. Por eso…
-¡Ah! Dile a tus amigos esos de los seguros que le hagan una póliza, que se la pago yo.
-Descuida, descuida…
Anochecía por las calles de Madrid sin más compañía que la nuestra y la de los sonámbulos asomados a las ventanas. Como el conde, el primo del Matías, que esa noche seguramente durmió poco. Y menos descansó algo que yo me sé.
Para todo lo demás, vuestro amigo Argimiro, el Garantizador.