La chimenea crepitaba, afuera ya era noche cerrada y era agradable estar allí dentro. Cada viernes, desde pequeño, visitaba a mi abuelo. Vivía, aún vive, en una vieja casona de las afueras. Él me enseñó a jugar al ajedrez y era eso lo que solíamos hacer. Me quité los guantes y la bufanda y los dejé sobre un chaise longue de terciopelo verde oscuro. El sonido de mis botas era amortiguado por una gruesa alfombra de complicados arabescos. Fui hacia la mesa donde había un tablero con una partida a medio jugar y que tenía visos de que mi abuelo ganaría pues había tenido que sacrificar mis dos caballos y un alfil para evitar una derrota prematura antes de darme cuenta de la encerrona que me estaba organizando.
Allí estaba él, observando el tablero, con su melena gris y su fino mostacho. Alto y delgado, con cierto aire de Quijote hipster. Siempre me hablaba de la cantidad de mujeres a las que se había llevado a la cama cuando vivió en París y yo le creía. No solo eso, me miraba en el espejo cada día buscando en mi rostro algún rasgo que me acercase a él.
“En París tuve cuantas mujeres quise pero tu abuela, la única que me importó de verdad, me engañó con aquel condenado poeta comunista…”. Esa era su frase favorita cuando me hablaba de aquello. Sabía que él también había pertenecido al Partido Comunista de Francia, por lo que me extrañaba que hablase así de ello. Yo, siempre con una sonrisa maliciosa porque conocía la respuesta, le preguntaba porque hablaba así de aquellos que, según sus palabras, habían liberado Europa del fascismo. Entonces él, invariablemente, me espetaba su segunda frase favorita: “Esos malditos comunistas, arruinaron el comunismo”.
—Ve a la chimenea, caliéntate un poco, hijo. —le hice caso y me froté las manos cerca fuego.
Un viejo transistor gris que tenía en la mesa dejaba escapar un concierto para piano de algún ruso del siglo XVIII. Mis conocimientos del tema eran superficiales y desde luego, mucho más estrechos que los de mi abuelo.
Mientras me sentaba en la silla, en la radio cesó de repente la música. Mi abuelo sonrío y subió el volumen.
…hoy se cumplen 24 años del robo del Reina Sofía y aún sigue siendo un misterio quién o quienes perpetraron el audaz robo. Tan solo una semana después de que el museo abriese sus puertas, en septiembre de 1992, fue extraído el retrato del famoso poeta dadaísta Tristan Tzara, pintado por Robert Delaunay en 1923…
Mi abuelo sonreía. Sobre su cabeza, colgado en la pared, un lienzo de un hombre con las piernas cruzadas, las manos sobre el regazo, la mirada perdida y con una enorme bufanda naranja, presidía el salón.
Cogió su reina e hizo un movimiento sobre el tablero. —Jaque.—dijo.
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