Revista Arte

El romanticismo y Goethe

Por Avellanal

El mundo romántico es el mundo de los sueños, de las añoranzas, de lo legendario. Friedrich Schlegel afirmaba que sólo en la añoranza encontramos la paz interior. Todo está en perpetuo movimiento y jamás logramos descansar en nuestro camino; nunca algo puede alcanzar su forma permanente. Por eso, el hombre siempre tiene que quedar insatisfecho, sufriente, inestable. A este aspecto se le acopla lo transitorio, el influir, el ansia del devenir y el goce de lo inacabado. Como consecuencia de todo ello, termina por imponerse la tristeza como estado de ánimo imperante. Pero ello no es suficiente, porque, además, se presenta la melancolía profunda.

El corazón atormentado, la nostalgia insatisfecha y el alma melancólica conducen a la inmensidad infinita. De este modo se espera la liberación de toda barrera y, con ello, la carencia de objetividad. Pero tal infinitud es algo indeterminable –más bien cuantitativo–, y no encierra un infinito cualitativo de contenido determinado. Otro rasgo del pathos romántico es la creencia en la noche impenetrable, en el crepúsculo del bosque donde se desdibuja todo perfil y ya no se ofrece una forma acuñada en el sentido del luminoso espíritu goetheano.

De ese estado anímico se infiere que no se ve lo presente concreto, sino lo lejano etéreo, el resplandor de la lejanía de un mundo abierto. Pero esta ansia de lejanía termina por convertirse en añoranza: añoranza de lo lejano y añoranza de lo cercano, del hogar, deben condicionarse mutuamente, sobre todo cuando lo cercano se aleja eternamente. De este modo se manifiesta una fuerte referencia al sentimiento que culmina en el amor y suprime, al mismo tiempo, todos los límites de lo finito. Dicho sentimiento se vuelve incierto y queda sin comunicación. Los sentimientos infinitos se manifiestan como huida del mundo y, a la vez, como amor hacia el mundo, cambiando del uno al otro. Si Descartes popularizó su frase: “cogito ergo sum”, un romántico dirá: “siento, luego soy” o “siento, por lo tanto soy”.

Este universo del sentimiento tiene un fondo natural y terreno, en la medida en que nos identificamos con las raíces de todo lo viviente. Los románticos aman las raíces de los árboles, los musgos, algas, helechos, plantas de épocas remotas, así como las flores azules que traen el recuerdo de la inmensidad del cielo de idéntico color. Sin embargo, en el sentido de la pasión dionisíaca, ello puede degenerar en obsesión fanática, indisciplinada, insatisfecha y sentimental.

Muchas de estas ideas, como es sabido, ardieron a fuego lento en Goethe, especial y entendiblemente en época de juventud. No obstante, en virtud de su giro clásico, pronto empieza a temer, y cada vez con mayor intensidad, al ilimitado océano de los sentimientos, al disolvente afecto universal, que pone al descubierto toda forma noble con el peligro consecuente  de que sea llevada al caos de manera demoníaca. Pero la inclinación hacia el fondo romántico de la intimidad que abre todo suceder en su tejedura interna y vivencias postreras, siempre sigue obrando en él, como una brasa que no acaba de apagarse, y vuelve a manifestarse en la época tardía, pero conducida por ideas correspondientes al orden clásico. Goethe busca, en síntesis, el equilibrio entre el poder demoníaco y la medida.


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