Uno de los muchos quebraderos de sesera que me acarrea esto de la educación bicultural, es el tema de los repartidores mitológicos de regalos y chucherías.
Más de seis años llevo intentando gestionar cesiones y arriendos pacíficos entre rivales imaginarios, ampliando crónicas y planteando cuestiones de logística; todo para proteger la inocencia infantil y tener las Navidades en paz.
Y lo estaba consiguiendo, no se crean. Este año el acuerdo ecuménico - si bien se sostiene por los pelos - parecía satisfacer todos los requisitos alemañoles con bastante dignidad.
Nikolaus claro que se va derechito a España nada más salir de las Teutonias; pero como va andando, lleva la mitra esa incomodísima en la cabeza y el pobre está ya mayor, jamás consigue pasar de la Costa Brava - donde se queda a pasar el invierno y a cuidarse el reúma, por cierto.
A todo esto, Papá Noel es el primo de Nikolaus, y de ahí que se parezcan tanto. Pero Noel es mucho más joven y, sobre todo, más moderno, por eso tiene un trineo molón volador y se hace varios países en una noche. El problema es que aquí en Alemania hace un frío de peloten y, por esas fechas, además, hay riesgo de ventisca; así que, como en esas condiciones andar por ahí volando con prisas de casa en casa es muy peligroso, por el Norte le releva el Christkind, que lleva las alas incorporadas y además es rubito y camuflable.
La falta de Reyes Magos, no obstante, me estaba resultando harto embrollada de justificar; sobre todo porque, viniendo de Oriente, Alemania les pilla mucho más de paso que la casa de sus agüelos en Madrid ¿no? Entenderán ahora mi alegría y regocijo cuando, hace unos días, me encontré en el periódico con que el el Ober terrenal del protocolo navideño afirma que creíamos mal y que el trío soberano es de Huelva.
Cojonudo, pensé, he conseguido salvar a los Reyes.
Y ansiosa andaba yo estos días, esperando alguna preguntita de esas cojoneras del Mayor para poder encasquetarle un discurso sobre el entorno climático del camello común y su poca tolerancia a la rasca teutona, cuando me salió por un sitio totalmente inesperado.
A saber, que tres amigos suyos del cole afirman rotundamente la falsedad de obispos, angelotes ajesusados y monarcas orientales. Que son los padres, dicen.
Ojiplática y espeluznada, sólo atiné a apuntar que ah, pues yo desde luego que no soy. Pues entonces serán los abuelos, me contestó el mamonazo.
Terriblemente afligida, decidí comentar el asunto con Maromen, a ver si juntos conseguíamos elaborar una estrategia de reencantamiento infantil eficiente. No se imaginan cuan amarga fue mi sorpresa al conocer la teutona tradición de pragmatizar a los niños lo antes posible.
¿No va ya solo al colegio? ¿No se hace la cama por las mañanas? ¿No está aprendiendo a leer? ¿A sumar? ¿A pensar? Pues ya es hora de que deje de creer en fantasías disparatadas, mujer, que ya tiene una edad.
Mi gozo en un pozo. Ni dos horas de batalla dialéctica consiguieron bajar al Maromen de la burra; y miren que le eché en cara argumentos de peso, como su fe ciega en falacias más actuales tal que el estado de bienestar de su querido Land. Pero ni con esas, oigan.
Con lo que, empero, mi querido marido no contaba, es con mi legado cultural, ese que me ordena que por mi hijo MA-TE. Así que, viéndome sola en la lucha por la ingenuidad de mi niño, eché mano de mi dilatada experiencia en volteamiento de tortillas y me dispuse a planificar el asesinato de unas cuantas reputaciones.
Como quien no quiere la cosa, ayer aproveché que me tocaban encamamientos y volví a sacarle el tema al aplicado escolar. Cuando me volvió a explicar eso de que sus amigos habían descubierto la verdadera identidad del Christkind por irrefutable pillada a progenitor dádivas en mano, supe que había llegado el momento. Primerísimo de todo le confirmé que sus camaradas decían la verdad; y, una vez embolsada su confianza, le expliqué que, cuando los niños se portan muy mal, la única magia que les trae regalos es la del dinero. De sus padres, concretamente.
Además de la ilusión navideña, ahora compartimos un secreto. Lo que no sé es cómo de apaleada saldrá mi reputación cuando descubra el reengaño.