En esa época, la de Felipe II en España, Enrique II, Carlos IX y Catalina de Médicis* en Francia; Isabel I en Inglaterra y Pío V, luego santo, y Gregorio XIII, en Roma; la del concilio de Trento, las batallas de San Quintín y Lepanto y la matanza de San Bartolomé, transcurre la corta vida del rey don Sebastián de Portugal, desaparecido en Marruecos y mitificado por el pueblo después.
Transcurrió su infancia sin mayor contratiempo aparente. Huérfano de padre, pareció estarlo también de madre, pues doña Juana, nada más enviudar y parir al heredero, se apartó de la escena cortesana y poco después resolvió volver a Castilla. Aunque era informada puntualmente sobre todo lo que acontecía a su hijo, fue la abuela del niño, la reina doña Catalina de Austria, hermana del emperador Carlos y pronto viuda de Juan III, quien se ocupó, ya como regente, en sus primeros años, con la ayuda de frailes de la Compañía de Jesús, de la educación del príncipe.
Fue al llegar la pubertad cuando se hizo perceptible la misteriosa enfermedad de don Sebastián. Preocupó mucho la dolencia del príncipe, pero fue ocultada en la medida de lo posible por el propio don Sebastián y por su entorno. Tampoco la historiografía ha tratado el asunto con profundidad. Especialmente los historiadores portugueses han sido reacios a reconocer durante mucho tiempo la evidencia. Sin embargo a partir del siglo XX, el asunto de la enfermedad de don Sebastián ha sido tratado y formuladas variadas hipótesis sobre el asunto. Desde una uretritis crónica, hasta una espermatorrea, opinión mantenida por el doctor Marañón, se han barajado como posibles causas del mal de don Sebastián. El caso es que fuera una u otra cosa, difícil de saber hoy dado el ocultismo con el que se llevó el asunto y que hace casi imposible conocer la etiología de su dolencia, su enfermedad venía acompañada de intermitentes periodos de fiebre, vahídos y malestar general.
Muchos fueron los esfuerzos de la regencia portuguesa por encontrar esposa a don Sebastián, pero su misoginia fue insuperable y siempre cualquier intento encontró como respuesta de don Sebastián la negativa a contraer matrimonio. Resistente a los encantos femeninos, cual piedra berroqueña a la intemperie, el desánimo cundía entre los gobernantes portugueses y en las cancillerías de los países con princesas casaderas aspirantes a compartir la corona portuguesa. Nadie, ni el papa Pío V, que lo intentó en dos ocasiones, la segunda enviando a Francisco de Borja, logró doblegar la voluntad del rey portugués. Acaso con Borja estuvo más cerca que nunca la posibilidad de conseguirlo, pero finalmente nada se pudo hacer por convencerlo. Si su aversión al trato con las mujeres se debió a su enfermedad, muy camuflada merced al aspecto saludable del rey y a sus continuas exhibiciones de fuerza, en ejercicios próximos a la temeridad, a su personalidad anómala o a la influencia que desde niño ejercieron sobre él sus preceptores jesuitas, fomentando una castidad cuya causa parece nacer en el espíritu piadoso en el que fue educado con la práctica de una vida ascética rayana en lo monástico, quizás nunca lo sepamos, pero sí lo que quienes estuvieron con él dejaron escrito.
San Pío V. Lienzo en la Iglesía del Pilar de Valencia.
Muchos historiadores hacen recaer en don Luis Gonçalves de Cámara, su confesor, la culpa de su trastorno. Si tienen razón, lo debe ser en parte. La propia naturaleza extraviada del príncipe en formación debió llevar buena parte también en la causa de sus desvaríos.
En una carta dirigida por don Juan de Borja a su señor Felipe II, le advierte sobre el pensamiento manifestado por don Sebastián, cumplidos ya los diecisiete años: “Yo no acabo de determinarme qué cosa sea esta de no quererse el Rey casar (…), y que esto no sé de que procede porque en su edad ni les suele faltar estas ganas a los mozos, si no son viciosos, como no lo es el Rey”, pero luego añade:“De esto infiero que no tener pasiones en esta edad no es de tener por muy sano, porque la virtud no consiste en no tenerlas, sino en vencerlas”.
Lo cierto es que mientras hubo esperanza, se le propusieron varias candidatas. Se pensó en la francesa Margarita Valois, hija de rey y hermana de reyes. Es posible que desde el punto de vista geopolítico la opción fuera agradable a Portugal, que podría ver a España un poco más lejos, pero la falta de interés de don Sebastián y la oposición de Felipe II dieron por imposible el proyecto, todo ello aun sin tener en cuenta los deseos de Catalina de Médicis, más interesada en el heredero español, don Carlos, para su hija, que en el portugués don Sebastián; acaso la providencia intervino en el asunto para evitar la desdicha de Margarita, tan propensa al juego amoroso, y a la que don Sebastián, de prosperar el intento, hubiera hecho profundamente infeliz.
Suspicaces los nobles portugueses de la propuesta de la reina gobernadora doña Catalina de Austria, abuela de don Sebastián y tía de Felipe II, de casarla con una princesa española, la enfermedad del rey, la corta edad de la candidata Isabel Clara Eugenia, de tan sólo once años, la hija más querida de Felipe II, entre otras razones, hicieron imposible el consentimiento del rey Prudente, pese a que don Sebastián, y fue el único caso, con cierta ambigüedad, todo sea dicho, dejó entreabierta la posibilidad de aceptar, como se desprende de los temas tratados entre don Sebastián y don Felipe en Guadalupe. Y sin embargo, no debía preocupar en exceso a don Felipe la soltería y actitud de su sobrino, que de morir sin descendencia, dejaba a su tío, el rey de España, más cerca de los derechos al trono portugués, aun más tras la muerte sin descendencia de don Duarte el 28 de noviembre de 1576, hijo del fallecido primogénito de don Manuel y nieto, por tanto, de éste(1).
Cuando el día de San Sebastián, el 20 de enero de 1568, justo al cumplir los catorce años don Sebastián adquiere la mayoría de edad, empieza a dar rienda suelta a sus proyectos.
La cabeza de don Sebastián está llena de pájaros. Sueña con grandes empresas de conquista. Al margen Portugal de su participación en la batalla de Lepanto, la gran armada construida la quiere don Sebastián para su aventura en Oriente, pero destruidas las naves en el puerto de Lisboa a causa de una terrible tempestad, abordados entre sí todos los barcos, quedando todos inutilizados, el doncel portugués fija su mirada en Marruecos. Esa idea le obsesionará siempre, hasta su fin. Su personalidad, condicionada por la educación recibida, y su propia naturaleza hacen de él un personaje inmaduro. Sus aires de grandeza y su misoginia no son sus únicas manías: de gira por las tierras de su reino llega a Alcobaça, visita los sepulcros de los reyes de Portugal, antepasados suyos. Al llegar ante el de Alfonso II, aliado del español Alfonso VI en la Navas de Tolosa, ordena que se abra; luego, al llegar ante el de Alfonso III repite la orden. Varios sepulcros más resultan abiertos; nadie parece atreverse a amonestar al monarca. Finalmente, Francisco Machado, un fraile, lo hace. No tarda en ser a su vez reprendido por el superior del convento por orden del rey. Prosigue don Sebastián su periplo. Camino de Coimbra, se detiene en el monasterio de Batalla; allí yace desde hace más de setenta años Joao II. Como en Alcobaça, don Sebastián se ve dominado por un inexplicable furor necrofílico. Ordena que se abra el sepulcro del rey. La visión impresiona a todos, más que a ningún otro al rey Sebastián. El cadáver del rey Joao está incorrupto. Sin pensarlo dos veces, ordena sea puesto en pie y tomando la espada, todavía junto al cadáver, ordena a don Jorge de Lencastre, hijo del duque de Aveiro, bese la mano del cadáver incorrupto de don Joao, ejemplo de valentía, cuando como príncipe acompañó a su padre Alfonso V, en la conquista de Arcila, en el Marruecos que él mismo quiere conquistar.
Pero también sabe actuar con justicia: Martín Gonçalves de Cámara es escribano del rey y persona muy hábil e influyente en el comportamiento de don Sebastián. Tiene don Martín un hermano llamado Nuño, quien al fallecer deja viuda a su esposa doña María de Noroña. Todos los Gonçalves de Cámara pertenecen al círculo más próximo al rey. Son señores importantes. Pero la pobre María viene a enamorarse de Manuel Nunes, un hombre sin el alto rango de los Gonçalves. Al casarse con él María, don Martín monta en cólera. Su excuñada casada con un hombre de inferior rango deshonra a su difunto esposo y a todos los Gonçalves. Ordena que se aprese a doña María y la confina en los calabozos de la torre de Belem. Viendo el encierro pobre escarmiento, en el colmo de su desafuero, manda sacar a doña María de su presidio y, aupándola en una mula, con las manos atadas, la humilla ante el populacho. Desesperada la dama, creyéndose conducida al cadalso, como puede, salta de la bestia con intención de llegar a sagrado en la muy cercana iglesia de San Antonio, mas cae al suelo y entre el jolgorio de la gente es nuevamente encerrada.
Protesta, como es natural, la familia de la violada en su dignidad y los hechos llegan también a oídos de la anciana reina Catalina, que toma la defensa de la ultrajada ante el rey. Éste al conocer los hechos, hace llama a don Martín. Al presentarse ante don Sebastián, éste le da la espalda y sin decir palabra, por medio de un servidor, pregunta a don Martín bajo qué autoridad ha cometido los atropellos sobre doña María, de los que todos hablan. Y dicen que sin contestar a la pregunta salió don Martín de palacio y nunca más se supo de él en la corte.
Pese a las recomendaciones en contra, don Sebastián da forma a su proyecto de marchar sobre África. Su visión romántica de la guerra, le hacen soñar con gestas heroicas en las que somete a los infieles y que, con inconsciente falta de humildad, hacen de él un nuevo cid. De nada sirve la oposición de su abuela doña Catalina, de su tío el cardenal don Enrique, de Felipe II, tío suyo también, con quien se entrevista en Guadalupe en diciembre de 1576 y enero del año siguiente. También el duque de Alba, presente en aquellas reuniones, advierte al joven rey sobre los peligros y el incierto final de una campaña militar al otro lado del estrecho. Don Sebastián, casi perdidos los nervios ante quienes parece quieren destruir sus sueños de conquista, en un vano intento por demostrar su arrojo, el desprecio por el peligro, interroga al duque: ─¿De qué color es el miedo? ─Del color de la prudencia─ responde tranquilo Alba, curtido ya en despachos y campos de batalla.
Estatua de Felipe II. Jardines de Sabatini, Madrid. Los esfuerzos del
rey Prudente por disuadir a don Sebastián, sobrino suyo, fueron sinceros
ante lo descabellado de la empresa, pero la terquedad del joven rey
portugués le impidió aceptar cualquier consejo y, finalmente,
la expedición zarpó de Lisboa el 25 de junio de 1578.
*
En Alcazarquivir ocurre el desastre. La ciudad cuenta una leyenda que fue fundada por el rey Mansor cuando, en una jornada de caza por aquellos parajes, la lluvia y la caída de la noche sorprendieron al ilustre cazador. Encontrándose el rey con un habitante de aquellos pagos, sin conocer la calidad del personaje extraviado, el hombre lo llevo a su casa, le dio cobijo y lo sentó a su mesa, tratándolo con gran hospitalidad. Al día siguiente, acompañó a su invitado a lugar desde donde pudiera continuar camino, coincidiendo con los caballeros que, durante la cacería, acompañaban en la jornada anterior al rey extraviado, y que ahora le buscaban. Al encontrarlo se postraron ante su señor, momento en el que el hombre comprendió que era al mismo rey al que había atendido en su morada. Agradecido el rey por las atenciones recibidas, ordenó que fuera construida allí mismo una ciudad, y fuere aquel hombre su primer señor.
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Tras zarpar de Lisboa, hacer escala en Cádiz y Tánger la flota portuguesa llega a Arcila. El objetivo de su campaña es la conquista de Larache. Pronto se suscita entre nobles y capitanes cómo proceder a la toma de la ciudad. La mayoría proponen la conquista desde el mar. Es la más sencilla, la menos arriesgada y la que ofrece unas mayores garantías de éxito. De las opciones terrestres se baraja la más natural, siguiendo, en dirección Sur, la línea de la costa; pero don Sebastián, en contra de toda opinión que no fuera la de cumplir su voluntad, elige el avance por el interior con la ocupación previa de Alcazarquivir. Busca así la gloria, el enfrentamiento en campo abierto con el sultán Abd-al-Malik.
Como no había sido posible persuadir a don Sebastián de abandonar aquella loca campaña, tampoco ahora lo era cambiar su parecer. Más que el ímpetu de la desbordante fortaleza de sus veinticuatro años, pese a la intermitencia de su enfermedad que trataba de ocultar, es la obsesión por obtener la gloria, gracias a temerarios triunfos, el motor de su irreflexiva obstinación.
Alentado por personajes serviles, incapaces, como siempre fue durante sus maniáticas excentricidades, ignora las propuestas sensatas, cuando no las censura y advierte que es él, el rey, quien se pondrá al mando de modo omnímodo durante la campaña.
Cuenta como aliado el rey portugués con Muhammad, el Xerife, el antiguo califa de Fez y Marrakech desposeído de su reino y título por su tío Abd-al-Malik. Refugiado en las montañas del Atlas, Muhammad no duda en aliarse con el rey cristiano para recuperar su trono y, como conocedor del terreno, advierte de la dificultad de la empresa, abocada al desastre que don Sebastián no quiere ver, si se toma el camino de Alcazarquivir.
Con una inferioridad numérica de la que don Sebastián parece ser el único que no considera decisiva y un ejército sin intendencia, carente ya de casi todo y agotado, pese a las pocas jornadas transcurridas, bajo el abrasador sol de agosto, el día 4 de aquel caluroso mes de 1578 comienza la batalla, la gran catástrofe del ejército luso, el fin, con la desaparición de don Sebastián, de la dinastía portuguesa de los Avis y por deseo de un pueblo incapaz de creer su propia decadencia, el principio de un mito: el sebastianismo.
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Se hablaría durante mucho tiempo de la desaparición, no de la muerte de don Sebastian, incluso muchos historiadores así lo hicieron. Se dio pábulo a la posible aparición de don Sebastián, del héroe, y lo cierto es que no hubo uno sólo. Varios impostores se atribuyeron la personalidad del rey muerto en Alcazarquivir, cuyo cuerpo muchos no quisieron después reconocer que había sido hallado, pese a que tras la derrota, en el campo de batalla, su cadáver fue encontrado al día siguiente. El cuerpo del rey, ya parcialmente deformado y corrompido por el sofocante sol que abrasaba la tierra y los más de catorce mil cuerpos sin vida que yacían tras la lucha, fue entregado a Muley Ahmed, el heredero de Abd-al-Malik, tras la muerte durante la batalla del enfermo califa, presente en la retaguardia hasta su último aliento, y que reconocido el cadáver por varios ilustres caballeros portugueses, con don Duarte de Meneses a la cabeza fue entregado al alcaide de Alcazarquivir donde en presencia de don Melchor de Amaral, otro de los que habían identificado al rey, fue enterrado.
Años después, con el reino de Portugal parte de la corona española, Felipe II consiguió la devolución de los restos que, llevados a Lisboa, fueron enterrados para su descanso eterno en el monasterio de los Jerónimos.
(1) Precedía a Felipe II, nieto también de don Manuel por ser hijo de doña Isabel de Portugal, la esposa amada del emperador Carlos, el infante cardenal don Enrique, quien soltero, sin descendencia y llamado a cruzar pronto la línea del más allá reinó Portugal hasta su fallecimiento menos de dos años después de ser proclamado. No contaba, no obstante, don Felipe con la pretensión de don Antonio, prior de Crato, nieto también del rey Afortunado, si bien fruto de ilícitas relaciones de su padre Luis.*No quiero dejar de recomendar a quienes no la conozcan ni hayan leído aún la novela “La corte del diablo”, primera novela en solitario de la escritora Montserrat Suáñez y que, por ser novela o gracias a ello, dibuja de forma amena y didáctica, pero rigurosa la corte francesa de Carlos IX y su madre Catalina de Médicis, en los momentos previos a la matanza de San Bartolomé, y cuya reseña pueden leer aquí.