El nombre de las personas es el título original de El secreto del amor, comedia por momentos dramática que va más allá de la fórmula romántica convencional. De hecho, la propuesta del para nosotros ignoto Michel Leclerc también apunta contra una Francia -porqué no, contra una Europa- cada vez más tendiente(s) a reivindicar la portación de apellido y la figura de “ser nacional”. De esta manera, el director y su co-guionista Baya Kasmi señalan cierto riesgo de repetir errores trágicos de un pasado no tan lejano ni ajeno.
La ocupación nazi en el hexágono galo, la deportación de judíos franceses, la guerra de Argelia, el ascenso lepenista en las últimas elecciones, el ninguneo sistemático del socialista Lionel Jospin son algunas de las referencias históricas que los protagonistas Arthur Martin y Baya Benmahmoud utilizan para contar su vida familiar y de pareja. A diferencia de quienes proclaman la desaparición de las ideologías y utopías, la película no sólo explota los binomios izquierda-derecha, zurdo-facho, antiimperialismo-colonialismo, comunismo-capitalismo sino que también sostiene, un poco a la John Lennon, que el sexo y el amor son los motores de la verdadera revolución.
En este sentido, las palabras de Baya sobre la responsabilidad cívica de los bastardos constituye una de las escenas más destacadas del film: los espectadores escuchamos el discurso proselitista mientras (ad)miramos el bello rostro de la actriz Sara Forestier. Otra escena memorable, sobre todo para el público interesado en la actualidad francesa, es la participación del mismísimo Jospin que -quién lo hubiera imaginado- accede a tomarse un poquito el pelo, al asumir su condición de eterno derrotado.
Los medios de comunicación, la burocracia estatal, ciertas características idiosincráticas francesas son otros de los aspectos que Leclerc y Kasmi ridiculizan con más o menos sorna/piedad según el caso. Hasta el tabú del abuso sexual infantil pasa por un atípico tamiz.
La condición apasionada, impulsiva, excéntrica, por momentos ingenua de la protagonista excusa algunas hipérboles innecesarias como el desnudo involuntario en la vía pública y el subte. Digamos que su contraparte Arthur compensa bien estos excesos en un juego de opuestos que Jacques Gamblin y la mencionada Forestier administran con química y ductilidad.
Más allá de algunos reparos, El secreto del amor entretiene -por momentos conmueve- sin fórmulas fáciles ni trilladas, y con una notable intención de concientización. Nuestros distribuidores deberían haber mantenido el título original por respeto a una propuesta irreductible al género romántico y sobre todo contraria a elogiar los silencios y misterios del corazón.