Puesto porJCP on Feb 3, 2013 in Autores
Al escribir El señor Badanas, Arniches reemprende su más personal camino artístico: la verdadera tragedia grotesca. Puesta también por vez primera en escena por María Brú y Pepe Isbert -Infanta Isabel, 19 de diciembre de 1930-, la obra pertenece a la ilustre ascendencia de Es mi hombre y La locura de don Juan, pues, como don Antonio y don Juan, este don Saturiano García Badanas es víctima irremediable de su apocamiento. Víctima pusilánime, decimos, porque, pelele de su esposa y cuñado, a cuyas ambiciones sirve a la fuerza, aparenta una energía totalmente falsa. Haciendo gala de dureza de corazón es como don Saturiano se ve ascendido, desde su modesto cargo administrativo de oficial quinto, a director general de Carreteras Asfaltadas y Secundarias, al tiempo que se le condecora con envidiables Grandes Cruces. Pero este hombre, de tan temible fachada, es, en verdad, un buenazo que siente en lo más hondo de su enternecido corazón lo grotesco de su paradójica realidad. Ese sentimiento del ridículo, esa convicción de vivir una existencia deformada e inauténtica hace explosión de hombría y verdad cuando, tras cometer otra injusticia, siente, junto al remordimiento, el temor. Se ve malvado y cobarde, siendo bueno y compasivo. Su víctima -Carrascosa- se le transforma en obsesivo espectro, y deseando matar a su verdugo, ante la imposibilidad moral de hacerlo, opta por el suicidio, ya que «los que no podemos alcanzar dignidades, bien merecemos que se nos permita siquiera el orgullo de nuestra propia dignidad. ¡Porque, si ni eso podemos tener, para qué queremos la vida!» (Act. II; esc. XII.)
He aquí cómo dos hombres, de limpia e intachable conciencia, se ven situados en la desesperación vital por culpa de un apocamiento y debilidad ante las perversas ambiciones de los otros. Mas aquí, como en todo el teatro arnichesco, la verdad y el bien acaban por brillar.
No obstante su gran calidad artística y humana, esta tragedia grotesca nos parece, en su conjunto, algo inferior a sus precedentes citadas, especialmente atendiendo a la calidad de los personajes secundarios.
Al margen de lo dicho, El señor Badanas es fiel espejo de la hipocresía social, agudamente observada y descrita por su autor.
Con la implantación de la República, en 1931, un amplio movimiento democrático impuso su estilo a la decadente aristocracia. Arniches, cuyas ideas al respecto -quiero decir, su amor al pueblo- son harto patentes a lo largo de su vida teatral, aprovecha la ocasión que le brinda el momento político para escribir una farsa -entre sainete y grotesco-, que, con el apropiado título Vivir de ilusiones, fue estrenada en el teatro Lara en la noche del 12 de noviembre de 1931, a la vez que, en el Pavón, se daba a conocer la famosa revista del maestro Alonso Las Leandras.
La farsa arnichesca se urde en torno a una señora viuda que, hundida en la mayor miseria, mantiene con todo lujo de fantasía la vana y desfasada ilusión de casar a su hija con un joven de sangre azul; incluso, si es posible, conseguir otro aristócrata para sí. No hay otro contenido humano en dicha existencia. Así lo manifiesta la doncella -que, como Lazarillo, ha de procurar el alimento para su señora- con estas palabras: «Y es que en esta casa, como viven de ilusiones, nada es lo que parece». (Act. II; esc. III.)
Efectivamente; entre lo que es y lo que parece ser, media un abismo. Y como la hija, situada en la realidad, no quiere ver a su madre precipitarse por ese abismo, sostiene la farsa que consiste en hacer creer a la madre que su novio -hijo de una honrada menestrala- desciende de un duque inglés. Al robustecimiento de esta piadosa mentira se presta, después de una lógica resistencia, la madre del novio. Sin embargo, fue ésta -papel insuperablemente interpretado por Leocadia Alba- la que, en el segundo acto, consiguió dar el más alto tono teatral a la obra. Naturalmente, al término de la misma, resplandece la sensatez y el retorno a la realidad.
Esta farsa cómica posee un primer acto del mejor estilo sainetesco, y toda ella es, como de Arniches, muy humana, sencilla y desarrollada en un lenguaje muy natural. En su intención, viene a ser una especie de exequias de la aristocracia. Tales son las palabras del marqués de Milhambres: «Yo soy de los últimos hidalgos que habitaron palacios cuarteados y viejos, donde las colgaduras, doseles y reposteros se bambolean ya al aire del pasado, como grandes telarañas históricas […]» (Act. III; esc. VI.)
Se reitera, pues, aquí la vieja y siempre mantenida tesis social del escritor alicantino: la verdadera nobleza no es otra que el «vivir con honradez la vida verdadera». (Act. III; esc. X.) Honradez y vida verdadera: ¿no es éste el contenido de todo el teatro arnichesco? Moralidad y realidad. Así es.
Esta magnífica pieza grotesca nos trae a la memoria la huella gloriosa de Las estrellas, La señorita de Trevélez y Es mi hombre. Como en éstas, en La diosa ríe se plantea el hondo problema humano que surge al chocar la realidad y el ensueño. En ese punto de sumo contraste, un sentimiento de exacerbado romanticismo es objeto de la burla más cruel. En este núcleo de los opuestos -clave del teatro arnichesco- se fundamenta esta tragedia grotesca, comparable sin duda alguna a las más celebradas de su insigne autor.
Su punto de partida, vivo y realísimo, es el platónico y enfervorizado amor que un empleado modestísimo de una camisería siente hacia una artista del género frívolo, Rosita del Oro, que, al enterarse de la pasión que ha despertado, obsequia a su admirador dándose a conocer personalmente e invitándole a la función de su beneficio. A partir de aquí, brota lo trágico en Rosita y lo grotesco en Paulino. Ella, ante la arrolladora autenticidad de aquel amor, siente por vez primera en su vida superficial la presencia de un hombre que la quiere de veras. Mas, siendo tantas y tan radicales las diferencias que les separan, Rosita decide sacrificar aquel amor y dejarlo como un recuerdo de supremo valor sentimental. Gracias a Paulino, Rosita experimenta el más profundo sentimiento de una mujer: «Oír hablar a la pasión verdadera de un hombre, para una mujer como yo, no es un espectáculo frecuente… ¡Sí, sí…, te oigo hablar, te veo tembloroso y emocionado, y yo también estoy contenta…, porque ahora me considero una mujer digna de un hombre; no el capricho frívolo de un necio!… ¡Estoy contenta…, contenta, con esa alegría que da estar cerca de un corazón que nos quiere!» (Act. II; escena XVI.)
No hay otro camino que el de la separación, pues ni ella puede acomodarse a la vida oscura de Paulino, ni éste puede ofrecer a Rosita los lujos que su vanidad apetece. La realidad destruye una vez más el ensueño. Empero, el amor perdurará en un recuerdo puro, noble y siempre fragante: «[…] precisamente lo que quiero es prolongar esa ilusión -dice Rosita-. Quiero que te acuerdes siempre de mí con dulzura y alegría… Quiero ser en tu historia de hombre oscuro y humilde una luz que esclarezca toda tu vida… Quiero ser como la única pasión y el único deseo de tu juventud… Que joven y viejo te acuerdes de esta ilusión de tu alma, sin que una grosería sensual manche este recuerdo. He encontrado en tu corazón un amor verdadero y no me resigno a perderlo ni a envilecerlo, aunque tenga que sacrificarle ansias con las que también he soñado […]» (Act. III; esc. VIII.)