Giges era un pastor que servía al entonces rey de Lidia. Un día sobrevino una gran tormenta y un terremoto que rasgó la tierra y produjo un abismo en el lugar en que Giges llevaba el ganado a pastorear. Asombrado al ver esto, descendió al abismo y halló, entre otras maravillas que narran los mitos, un caballo de bronce, hueco y con ventanillas, a través de las cuales divisó adentro un cadáver de tamaño más grande que el de un hombre, según parecía, y que no tenía nada excepto un anillo de oro en la mano. Giges le quitó el anillo y salió del abismo. Ahora bien, los pastores hacían su reunión habitual para dar al rey el informe mensual concerniente a la hacienda, cuando llegó Giges llevando el anillo. Tras sentarse entre los demás, casualmente volvió el engaste del anillo hacia el interior de su mano. Al suceder esto se tornó invisible para los que estaban sentados allí, quienes se pusieron a hablar de él como si se hubiera ido. Giges se asombró, y luego, examinando el anillo, dio vuelta al engaste hacia afuera y tornó a hacerse visible. Al advertirlo, experimentó con el anillo para ver si tenía tal propiedad, y comprobó que así era: cuando giraba el engaste hacia adentro, su dueño se hacía invisible, y cuando lo giraba hacia afuera, se hacía visible. En cuanto se hubo cerciorado de ello, maquinó el modo de formar parte de los que fueron a la residencia del rey como informantes y, una vez allí, sedujo a la reina y con ayuda de ella mató al rey y se apoderó del reino.
Por consiguiente, si hubiese dos anillos como el de Giges y se diera uno a un hombre justo y otro a uno injusto, ninguno perseveraría en la justicia ni soportaría abstenerse de bienes ajenos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto, el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo si no es forzado a serlo, por no considerarse a la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno se cree capaz de cometer injusticias, las comete.
PLATÓN
“República” (II, 359 d - 360 d)