Revista Ciencia
Kindle Versión en PDF Hay quienes piensan que el logro máximo de una civilización es alcanzar la inmortalidad; en cambio, hay quienes creen que, sin la presencia de la muerte, no habría civilización alguna. La conciencia de finitud es el combustible del esfuerzo por sobrevivir, y sin esta urgencia por la supervivencia el desarrollo técnico, científico y cultural no habría tenido razón de ser.
Si seguimos el vocabulario de Sloterdijk, la cultura, con sus mitologías, conforma las antropotécnicas, un sistema inmunitario en el nivel simbólico que el ser humano necesita para sobrevivir a su conciencia de muerte.
Esta idea de la muerte como motor de la civilización es la base de lo que la psicología social ha dado en llamar “teoría del manejo del terror”, según la cual cualquier visión del mundo se ha desarrollado para ayudarnos a vivir con el sentimiento de mortalidad. Las interpretaciones religiosas son las más evidentes, al reconocer una esencia inmortal en todo ser humano, pero también las concepciones materialistas de la existencia se adscribirían a esta necesidad; por ejemplo, la lealtad a los vínculos sanguíneos, la continuidad de la estirpe o las adhesiones a grupos nacionalistas llevan implícito el deseo del individuo de sobrevivir a través del colectivo, encontrando su esencia inmortal en la identificación con los valores comunes, ajenos a tiempos y lugares.
En las situaciones descritas para el manejo del terror, la presencia de la muerte suele ser inconsciente, un impulso que nos mueve pero sobre el que no pensamos. Cuando, en cambio, se racionaliza, el individuo no se limita a buscar al grupo para perpetuarse de alguna manera, sino que se cuestiona su relación con los demás en un nivel más profundo, se esfuerza por cultivar relaciones más hondas y vincula su desarrollo personal al de la acción moral.
Existe la búsqueda de la gloria personal como el reverso de la moneda: no es la colectividad la que sobrevive por la acción del individuo identificado con sus valores, sino éste el que perpetúa su nombre a través del grupo al tiempo que lo reafirma. En todas las épocas, el legado personal, la contribución a una cultura determinada, ha sido la manera de sobrevivir a la muerte física. ¿Existirían las grandes obras de arte sin la necesidad imperiosa de burlar el sentimiento de mortalidad?
Esta pregunta, y la vaga respuesta afirmativa que se intuye, señala otros caminos por los que rondar las aspiraciones humanas. El arte en su máxima expresión es deudor de la tragedia, de la inquietud y la angustia. Y la cesación de la muerte no acabará con ellas. La angustia seguirá presente, pues se antoja independiente de la cuestión de lo mortal: la necesidad de un sentido y la imposibilidad de encontrarlo conformarían un motor demasiado poderoso que restaría importancia al logro de la inmortalidad. ¿Vivir para qué?
Hay una corriente de erotismo post-humano, vinculada con el ciberpunk y el transhumanismo más extremo, en que la máquina sustituye al cuerpo y otorga a la mente humana un recipiente inmortal con un único objetivo: llevar a los extremos imaginables la hipersensibilidad y el goce. Aquí, la tecnología se convierte en un sustituto de la “animalidad” en el imaginario transhumanista, en una especie de hedonismo rebelde que pretende que los valores y la búsqueda de sentido están asociados a ideologías de corte reaccionario. Pero la cosa no es tan simple.
El placer por sí solo no genera voluntad de vivir. Es el sentido. y el placer como fin en sí mismo no proporciona sentido alguno a la vida, simplemente la satura, como muy bien nos ha enseñado la sociedad del consumo. El goce es un síntoma de un proceso más profundo que lo explica; en la cultura de la superficialidad, esto ya no se entiende y se paga con nuevas formas de aburrimiento existencial. Si una civilización como ésta lograse vencer al tiempo y sus consecuencias, ¿seríamos inmortalmente aburridos? ¿Qué ganas habría de vivir?
Viktor Frankl reflexiona en su obra El hombre en busca de sentido acerca del papel de la muerte para la vida humana:
Si usted quiere sacarle el mejor partido a su vida, deberá contar constantemente con el hecho de la muerte, con el hecho de la mortalidad, con el hecho de la transitoriedad de la existencia humana. Porque, si no existiera la muerte, viviríamos eternamente y podríamos dejarlo todo para más adelante […] El mero límite temporal de nuestra existencia es un aliciente para aprovechar el tiempo, cada hora y cada día.
Decía Frankl que una píldora que nos hiciera olvidar la muerte:
Nos desactivaría. Nos haría inútiles. Nos paralizaría, no tendríamos ningún estímulo para actuar. Perderíamos la capacidad de ser responsables, la conciencia de responsabilidad para aprovechar cada día y cada hora, es decir, para realizar un sentido cuando se nos presenta cuando se nos ofrece momentáneamente.
En la novela El país de las últimas cosas, de Paul Auster, la gente quiere morir porque no encuentran un sentido a la vida. Además de las opciones tradicionales, como la eutanasia, existe otra que proporciona una experiencia más intensa antes de desaparecer: el club de los asesinatos. Los miembros del club no saben cuándo ni cómo se les ejecutará, así que viven sus últimos días en un estado permanente de alerta; las sensaciones son tan fuertes que recuperan las ganas de vivir, lo cual es un problema, pues una vez que se ingresa en el club no está permitido el arrepentimiento.
El transhumanismo estima la cesación de la muerte como el logro máximo de la humanidad, que poseerá con voluptuosidad la inmortalidad. Pero quién sabe si no habrá que seguir recurriendo a la muerte para alimentar la voluntad de vivir, con juegos y normas que, como el club de los asesinatos, a día de hoy se nos antojarían obscenas y decadentes en los actuales modos de concebir una civilización que sueña lo que no tiene, pero que se harían imprescindibles en una vida atrapada en sí misma, aburrida hasta el hartazgo de un eterno retorno sin salidas de emergencia.
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