


Todos los raptos en la Mitología trajeron consecuencias, unas más graves y otras menos, pero, eso sí, inspiraron a muchos pintores que crearon imágenes grandiosas, bellas, e ilustraron así las paredes de los grandes Museos de todo el mundo. Según la mitología, existió ya al principio de los tiempos una jovencísima y hermosa princesa fenicia llamada Europa, hija del rey Agénor, y la cual fue objeto inevitable de la lujuria y del deseo irrefrenable del dios más poderoso, Zeus. Un día, estando ella en la serena playa de su reino, se le apareció de pronto un atrayente y enorme toro claro, con unos astados brillantes, casi dorados, y que parecían así tener una seductora forma sus cuernos, como de una maravillosa luna creciente. Pero, ahora, se mostraba manso, afable y confiado. Y así se acercó a Europa, lentamente. Ella sintió que no podía más que admirarlo; y, paralizada ya sin razón, quedó atrapada por su influjo, su belleza, su atracción y su mirada.
Se subió al lomo de la bestia, se agarró decidida a la cornamenta, y ésta avanzó poco a poco hacia lo lejos, hacia el final de aquel reino de Fenicia. La llevó a Creta, la isla avanzada de un continente por formarse, de aquí el nombre que al mismo se le diese, en homenaje así a una mujer y a su linaje. Entonces Agénor alzó su indignación y su venganza. Llamó a su hijo Cadmo, y le conminó para que fuese en busca de Europa allá donde ésta fuese. Le juró que mejor, de no conseguir su cometido, no volviese nunca al reino sin Europa. Ante esa tajante admonición, Cadmo se armó de valor, de empuje, de guerreros, y osadía. Marchó hacia donde, al parecer, le dijeron que el toro había sido visto huir, hacia el Este. Recorrieron todo el Asia menor, y nada, no la encontraron; fueron hacia el Norte, tampoco; luego hacia el Oeste, y no hallaron rastro ni del astado, ni de sus huellas, ni de Europa.
Cadmo había fracasado; no logró encontrar a Europa por ningún lugar de los que había ido, nadie la había visto, ni había oído hablar siquiera de un toro tan especial. Ante esta realidad no podía regresar a Fenicia. Su padre, Agénor, lo había amenazado duramente si no volvía con ella. No sabía ya qué hacer, ni a dónde ir, después, así, de haber recorrido casi todo el mundo para encontrarla. Se hallaba ahora en otro continente, el del Oeste, al lado de la costa occidental de una península, cerca de la Fócida griega. Así que, desesperado ya, vagabundo casi, confundido, sin ninguna inspiración, ni conocimiento, decidió consultar con el oráculo, en Delfos, qué podía hacer ahora consigo, con su vida, con él mismo, ante esta situación tan insosteniblemente retadora.
Pero el oráculo le contestó aún más confusamente. Los oráculos transformaban una duda en otra; revolvían, como el destino insolente, los iniciales deseos de los Hombres para convertirlos ahora en otra cosa. El de Delfos le contestó: Cierra tus ojos y elige la puerta que al azar abras; toma esa dirección, camina y sólo detente cuando veas un buey con una luna en su cara. Ahí, en donde lo veas, funda tu reino y tu casa, labra la tierra que pises y establécete allí. Cadmo no entendió nada, él sólo quería encontrar a su hermana, era, pensaba él, la única forma ya de resolver aquella confusión en que vivía. Sin embargo, como en la vida, las cosas imposibles sólo nos llevan a otras, diferentes, sin sentido, sin nada que ver ya con el eslabón anterior.
Los oráculos no hay que entenderlos, sólo hay que dejarse llevar por su azar. Cadmo eligió su puerta, encontró una vaca, que tenía una mancha en el rostro parecida a una media luna, y la siguió junto a sus hombres. Y cuando ésta se detuvo mortal, comprendió que ahí debía aposentarse. No se preguntó otra cosa. Ni encontró a Europa, ni podía regresar. Decidió entonces crear su pueblo, su lugar para vivir de nuevo, lo único que podía hacer, y que el oráculo le había predicho. Decidieron primero hallar agua por los alrededores, y envió a algunos de sus hombres a buscarla; de este modo hallaron la fuente de Ares, o Aretíade, que les permitiría sobrevivir tranquilos. Pero, entonces, cuando sus hombres llenaban los odres con el agua, una terrorífica criatura, el dragón Aonio, les asaltó feroz, violenta y sanguinariamente.
Ahora Cadmo debía matar al dragón. No podía hacer otra cosa. Había sobrevenido este monstruo allí, en aquel bendito -¿o maldito?- lugar; había matado a sus hombres, y tenía que acabar con él si debía cumplir con el propósito de aquella interpretación del oráculo. Luchó con todo su poder, con toda su fuerza y con todo su deseo. Decidido dirigió su lanza hacia la boca flamígera del dragón, y lo mató. El mito continúa, ahora, donde Cadmo ya se ve solo, con el dragón Aonio abatido, pero sin nadie más que él. Es entonces cuando la diosa Minerva (o Atenea) acude en su auxilio. Minerva aconseja a Cadmo que siembre en esta tierra los dientes del feroz dragón. Surgirán hombres, le dice, que aún lucharán entre sí, por tanto, protégete de ellos también. Al final, sólo quedarán los mejores, con estos crearás así una nación fructífera y poderosa.
Hasta aqui el mito, la leyenda enrevesada y sin sentido, pero que acude sabia a confortarnos de las cosas de un mundo igual de enmarañado y engorroso. Porque, ¿cuál es el sentido ahora de la búsqueda de una persona, de Europa en este caso, cuando, luego, todo fluirá ya de otro modo diferente? ¿Por qué matar entonces a un dragón, si no era ya la causa de aquel rapto? ¿Qué cosas tan prolijas, confusas, desligadas y caprichosas deciden ya un final, que para nada tenía que ver ya con un principio? Pero, así es la vida, el mito y el Arte. Porque esta es otra lección que el Arte también nos facilita. El pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678), poco conocido frente a otros paisanos excelentes como Rubens o Brueghel, fue sin embargo un excelente miembro del Barroco holandés, creando así unas obras con gran maestría y equilibrio. Fue este el caso de su pintura Cadmo y Minerva, de 1637.
Aquí podemos ver al dragón Aonio derrotado, detrás del héroe, aún con sus ojos abiertos, pero del todo ya inertes. Él, Cadmo, escucha -otra vez- a una Minerva convencida de que ayuda al valiente buscador en su destino. Le indica lo que pasará, lo que está pasando, lo que le obliga su decidida elección ahora de continuar allí, de justificar, así, su incierto destino. Antes lo había pintado su compatriota Hendrick Goltzius (1558-1617) aproximadamente sobre 1600; ahora, en esta otra obra, Cadmo está matando al dragón con su lanza. En esta imagen vemos al héroe luchar, padecer ante la fiera monstruosa. Algo tan horrible, tan imposible así de poder vencer sin esfuerzo, sin decisión, sin tesón, sin ardor y sin coraje, ¿cómo es posible que, después, aún haya que volver a comenzar con otro esfuerzo?
Y, sobre todo, ¿cómo es posible que sólo una mera fuga raptada, sin embargo, haya provocado así una sinrazón sobre otra; éstas además tan absolutamente indiferentes ahora a lo que, entonces, aquello propiciara? Esperamos que ante una épica huida de secuestro, la historia vital de su promesa continúe, o hasta hallar..., o hasta morir en el intento. Luego, cuando la monstruosidad de lo imprevisto sobreviene, como un reto desorbitado y poderoso, y lo enfrentamos ya incluso, y lo abordamos con la fuerza imposible de nuestro último aliento, pensamos ahora que, con sólo ésto, todo así haya terminado ya. Pues bien, nada de eso. Todo en la vida es un confuso azar entrelazado, para nada nunca terminado. Volveremos a empezar, sin entenderlo, y oiremos así algo que nos dicen, en los oídos, quedamente casi, diciendo así: continúa creyendo en lo que haces, confiando aun en esas palabras... que no oyes.
(Óleo Cadmo y Minerva, 1637, del pintor Jacob Jordaens, Museo del Prado, Madrid; Obra del pintor holandés, del barroco aunque también de un manierismo tardío, Hendrick Goltzius, Cadmo matando al Dragón, aproximadamente 1600, Museo de Kunst, Alemania; Óleo El Rapto de Europa, 1590, del pintor manierista, también flamenco, Marten de Vos, Museo de Bellas Artes de Bilbao, Pais Vasco, España.)