Revista Arte
El 14 de enero de 1506 el campesino romano Felice de Fredis encontraría enterrado, en su viñedo del Esquilino en Roma, un gran cajón suntuoso y muy decorado. Al abrirlo, no pudo más que sorprenderse al hallar los fragmentos, en mármol blanco, de uno de los grupos escultóricos más famosos de la Antigüedad griega. Era la escultura tallada más grande y hermosa que, por entonces -pleno Renacimiento- se pudiera ya descubrir. Representaba a Laocoonte y a sus hijos, el sacerdote de Apolo que habría mostrado sus dudas sobre la divinidad real del Caballo de Troya -del posible engaño de los aqueos-, dejado ya entonces por los griegos en la playa troyana para asombro y curiosidad de todos.
La leyenda, recogida en la obra literaria latina La Eneida, describía el castigo afligido al troyano Laocoonte y a sus hijos por dos desgarradoras y monstruosas serpientes marinas. Se habría atrevido éste a rechazar la ofrenda a Apolo -el caballo de los griegos-, y sospecharía ya del impresionante regalo dejado por los aqueos en Troya. Pero, de pronto, dos enormes serpientes salieron del mar, y se lanzaron agresivas una a cada hijo de aquél. Laocoonte, decidido, se dirigió entonces a sus hijos, a salvarlos como fuese. Una de ellas, o las dos, enseguida acabaron enrollándose en su cuerpo, terminando ya, justo en el momento que el creador compone su obra, atrapando una el muslo entre sus dientes.
Y es, ahora, cuando el dolor más espantoso se apoderaría de Laocoonte. Sin embargo, los artistas clásicos griegos de entonces -la escuela de Rodas, siglo I d.C.- consiguen crear ya una imagen sobria de una figura humana abatida totalmente por un dolor infernal. ¿Cómo podían si no representar el gesto sublime de la belleza más excelsa, heroica, noble, irreal casi, de sus principios estéticos más clásicos? El gran artista Miguel Angel fue enviado por el papa Julio II a ver entonces los restos hallados por Felice de Fredis. Cuando los contempló, incluso sin estar completada aún la escultura, sólo dijo: Son una maravilla del Arte.
En ocasiones, la creación de escenas de gran dureza, violencia y opresión, han producido geniales y bellas obras. En la escultura se aprecia, en su tridimensionalidad, aún más el instante recogido por el autor. No hay otras cosas que distraigan, como en la literatura o en la pintura. Ahora, ante sus piedras embellecidas, sólo ellas están ahora, solas, transmitiendo así el momento elegido, sin fisuras, sin atisbos secundarios, sin otra cosa más que lo actuado, y esculpido. Y vemos, por ejemplo, en la extraordinaria obra El rapto de Proserpina, como el escultor Bernini nos muestra ahora el espantoso, horrible, detestable y rehusable incluso instante, momento ya en el que Hades atrapa, sin conmiseración ni consideración alguna, a la desvalida y asustada Proserpina.
Pero, sin embargo, ¿cómo es posible que, algo tan rechazable por inhumano, por desagradable, al observar el doloroso lamento de su gesto abatido, sea ahora por contra tan deseado de ver, tan excelente, tan bello, y armonioso de sentirlo? Porque vemos, porque estamos viendo además cómo la genialidad artística viene a ayudar ya a transmitir el mensaje de lo que se desea hacer llegar al espectador. A veces, se consigue; otras, no tanto. El mensaje puede existir, existe de hecho, pero no siempre llega a traspasar las múltiples capas cerebrales de nuestro interior, de nuestro sentido oculto, para tratar de captar ya la enseñanza elogiosa, la que, finalmente, debería todo Arte conseguir.
En el caso de la obra de Rubens, Susana y los viejos, observamos una realización perfecta, como siempre del maestro flamenco. A pesar de la descarada sordidez de los ancianos en atrapar, no sólo con su visión, la belleza casta y pura de Susana, observamos ahora una obra que nos gusta, que nos permite, sin asaltos, dedicarnos mucho tiempo incluso a visionarla. A aprender ya cada motivo, cada gesto, cada trazo inteligente, para acercarnos al motivo final de la sentencia: la virtud atacada por el cruel, despiadado y desalmado vicio.
En otros casos, por ejemplo la misma obra del pintor español del barroco, Pedro Camacho Felizes, no llega a transmitirnos otra cosa más que, quizá, hasta la consentida forma con que Susana se muestra ahora concupiscente con unos viejos más lejanos, respetuosos casi. Y, luego, la violencia más feroz, el asalto más criminal, vergonzoso, lastimero y sexual más evidente. Para este tema, observaremos cómo dos creadores nos retratan la escena lacerante y primitiva. En un caso, el gran autor del barroco Tintoretto presenta su obra Lucrecia y Tarquino dentro de los bellos acordes de su estilo. A pesar de su tendencia, realista, desgarradora, dura y poderosa, sin embargo aquí lo que se obtiene es una representación atenuada -confundida casi- de ese gesto tan violento.
Si no supieramos el título de la obra, si ignoráramos la historia en que se basa su leyenda -el asalto sexual del rey romano Tarquino sobre la joven y bella doncella Lucrecia-, ¿cómo llegaríamos a saber de qué fuerte impresión devoradora podría tratarse ya esta obra?, ¿no podría ser, incluso, el juego infantil de dos adultos, o, mejor, el auxilio de un caballero a su señora? En la siguiente creación, el artista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949), nos trae ahora una obra transparente. Aquí no hay duda, no necesitamos saber ni el título, ni la historia, ni nada. Para entenderla, sólo hay que mirar sin miramientos, sin saber nada más, sin otras cosas, sólo comprendiendo ágilmente ahora el horror, la tragedia, y el drama más atroz en una obra.
(Fotografía del grupo escultórico El Laocoonte y sus hijos, período helenístico, 50 d.C., Escuela de Rodas, Museo Pío-Clementino, Vaticano; Escultura El Rapto de Proserpina, 1622, Lorenzo Bernini, Galería Borghese, Roma; Imagen de la misma obra, desde otra perspectiva; Detalle de la misma obra, otra perspectiva; Lienzo del pintor expresionista alemán Lovis Corinth, José y la mujer de Putifar, 1914; Óleo del pintor del barroco Guido Reni, José y la mujer de Putifar, 1630, Museo Getty; Óleo Susana y los viejos, 1635, de Rubens; Cuadro Susana y los viejos, 1690?, del pintor barroco español Pedro Camacho Felizes, Murcia; Obra de Tintoretto, Lucrecia y Tarquino, 1560; Obra de tinta y lápiz sobre papel del artista y muralista mexicano José Clemente Orozco, 1928, La violación, Museo de Filadelfia, EEUU.)
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