'Con la documentación y los planos del mecanismo de barrido, Mary Anderson acudió a la oficina de patentes. No contó con el hecho de que, del mismo modo que las mujeres aún no podían ejercer el derecho al voto, tampoco podían patentar invento alguno. Ni siquiera le quedaba el denigrante recurso de inscribir su innovación a nombre de su padre, su hermano o de su marido, porque carecía de ellos...'
Había pasado una magnífica velada, como casi siempre que visitaba Nueva York. A ella le encantaba asistir a las distintas representaciones teatrales que tenían lugar en Broadway, y la de hoy no le había defraudado.
Mary había querido celebrar su 60 cumpleaños acudiendo al Lyric Theatre para presenciar uno de los musicales más exitosos de aquella temporada. Se trataba de Los Cuatro Cocos, interpretado por las nuevas estrellas del espectáculo, un grupo de excéntricos hermanos apellidados Marx.
Mientras montaba en el taxi de regreso al hotel, pensaba en lo mucho que le habían hecho reír estos cómicos. Tal alegría solamente se había visto empañada ligeramente durante el descanso de la función, al descubrir en uno de los palcos a Henry Ford, el popular magnate de la automoción, al cual reconoció por sus frecuentes apariciones en la prensa.
Mary Anderson había nacido en la plantación Burton Hill, en el estado sureño de Alabama, un año después del término de la Guerra de Secesión. Cuando tenía sólo cuatro años su padre murió, y su madre siguió al frente de la hacienda, hasta que finalmente decidió que se trasladasen a Birmingham, la ‘Ciudad Mágica’.
Fundada en 1871, la urbe experimentó un desarrollo muy rápido debido a la industria de fabricación de acero que allí se instaló. Junto con su madre y sus dos hermanas, creó una empresa de construcción que prosperó enseguida, dada la pujanza económica de la ciudad.
En una de las avenidas más céntricas edificaron los Apartamentos Fairmont, en los que se instalaron, y con cuya gestión la familia vivía holgadamente. Pero Mary era un espíritu inquieto, así que a sus 32 años se mudó a California y compró un rancho en Fresno, en el que se dedicaría a la ganadería y la viticultura.
Recordaba con nostalgia aquellos años en la costa oeste, pese a que pasados cinco años tuvo que volver a Alabama, con el fin de cuidar a una tía suya que había enfermado gravemente. La alojaron en uno de los apartamentos más grandes de los que disponían, ya que además de su voluminoso equipaje, necesitaban acomodar unos pesados troncos de madera de los que nunca quería desprenderse.
La sorpresa fue mayúscula cuando, tras la muerte de su extravagante tía, descubrieron que, en el interior de los troncos, escondía un montón de oro y joyas. Esta herencia, añadida a los rendimientos que les proporcionaba el negocio inmobiliario, les iba a deparar una notable solvencia económica a toda la familia.
El primer capricho que se dio con el dinero recién obtenido fue realizar un viaje de placer a Nueva York. Desde aquel lejano 1903, no faltaba el año en que no visitase la ciudad de los rascacielos en más de una ocasión.
Nunca antes había estado en la metrópoli, así que le apetecía recorrerla palmo a palmo y empaparse de sus edificios, sus gentes, sus puentes y sus carruajes sin caballos. Así que todos los días tomaba el tranvía y se dirigía a explorar una zona distinta de la Gran Manzana.
El invierno estaba siendo muy crudo, y la mayor parte de los días la lluvia, el frío o las nevadas impedían que el tranvía circulase con normalidad. Cada pocos minutos se empañaban los cristales del vehículo, y el conductor se veía obligado a detener la marcha para bajarse y limpiar con un trapo las gotas de agua, la suciedad y los copos de nieve que se iban adhiriendo al parabrisas. Esto hacía que trayectos relativamente cortos se hicieran interminables, y Mary se desesperaba por el tiempo que tal circunstancia les hacía perder, tanto al maquinista como a los pasajeros.
Es cierto que había algunos vagones dotados de una luneta partida por la mitad, que posibilitaba al chófer abrir uno de los cristales. Pero a través de aquel hueco entraba un aire helador que dejaba congeladas, no solo la cara del conductor, sino también las de todos los viajeros sentados en las primeras filas.
A su regreso a Birmingham, Mary se puso manos a la obra para idear un dispositivo que solucionase el problema. Trabajó sobre varios diseños preliminares, realizando pruebas en tranvías y coches, hasta que obtuvo el modelo definitivo.
El ingenio consistía en una lámina de goma resistente, unida a un brazo mecánico que podía accionarse desde el interior mediante a una palanca, y que limpiaba la superficie exterior del cristal, volviendo a la posición inicial mediante un resorte.
Con la documentación y los planos del mecanismo de barrido acudió a la oficina de patentes. No contó con el hecho de que, del mismo modo que las mujeres aún no podían ejercer el derecho al voto, tampoco podían patentar invento alguno. Ni siquiera le quedaba el denigrante recurso de inscribir su innovación a nombre de su padre, su hermano o de su marido, porque carecía de ellos.
Hasta aquel momento, no había habido ningún desafío que Mary no hubiese superado, y éste no iba a ser la excepción. Con su coraje, empeño e iniciativa, consiguió en un par de meses obtener la licencia 743.801 para su diseño.
Imaginó que, tras haber logrado este importante paso, todo iría sobre ruedas a partir de entonces. Se presentó en varias fábricas de automóviles, para ofrecerles su invención, pero en todas ellas le dieron con las puertas en las narices.
En los pocos casos en que le atendieron, rehusaron de plano su creación, alegando que dicho dispositivo debía ser peligroso para la conducción, ya que distraía la atención del conductor.
Aunque el rechazo que más le dolió fue el de la Ford Motor Company. Sabía que su fundador era un joven emprendedor, original y visionario, que gracias a su carácter innovador había llevado a su firma a lo más alto de la industria norteamericana. Por ello, y por la naturaleza transgresora que creía reconocer en él, y que compartía, confiaba en que acogería con buenos ojos su idea.
Sin embargo, también esta empresa desestimó su proyecto, y Henry Ford ni se molestó en recibirla, a pesar de que unos años más tarde incluyó el limpiaparabrisas en el modelo Ford T, que estaba destinado a revolucionar el mundo de la automoción.
Una década después, todas las marcas lo incorporaban de serie, del mismo modo que había ocurrido con tranvías. Nunca reclamó los derechos de su patente, porque sabía que nada podía hacer contra los gabinetes jurídicos de las compañías automovilísticas.
Por otra parte, el motivo principal de su invento no había sido el de enriquecerse, sino que lo había realizado con el propósito altruista de aliviar el penoso trabajo de los maquinistas que había conocido en Nueva York, mejorando la visibilidad y por tanto la seguridad de la conducción en condiciones adversas.
Hacía unos años que la licencia había caducado, y ella había tomado la determinación de olvidarse de los sinsabores que le había supuesto el artilugio, lo cual había conseguido con éxito, al menos hasta el encuentro de hoy con Henry Ford.
Acababa de facilitarle al taxista la dirección del hotel donde debía llevarle, cuando distinguió al famoso empresario, esperando a que le recogiese su chófer, en la acera frente al teatro.
No pudo resistirlo, como tampoco pudo hacerlo el taxista, a la vista de la generosa gratificación que le había prometido. Notó cómo aceleraba el Cadillac amarillo, y cómo pasaba la rueda delantera justo por el centro del profundo charco que se extendía al lado de Henry. Ahora sí que podía decir que había sido un cumpleaños perfecto.