El Sevilla Fútbol Club ha introducido a sus aficionados en un estado de euforia desatada imposible de contener. Con la victoria en las semifinales de la Europa League, sufriendo, pero peleando como casi siempre, el Sevilla se metió en una nueva final de modo que es el club europeo que más finales continentales ha disputado en el siglo XXI.
Un equipo de estructura familiar, con crecimiento sostenido y una proyección como marca en constante aumento, pero que carece de una gran fortuna rusa, de un estado petrolífero pérsico, de una multinacional financiera americana o de un holding multifacético asiático que esté detrás de sus éxitos, no es ni un Manchester United, ni un Inter de Milán, no es nada parecido.
Es el Sevilla un club que, en todo caso, representa un escalón menor, un escalón en que se sitúan entidades en las que la afición aun es considerada con cercanía y que aún mantiene sus rasgos con un arraigo demodé en la élite. En la sociedad de Nervión se mezcla, con un éxito increíble, el chauvinismo con la humildad, la ambición con el trabajo, la vanguardia y la tradición.
Adjetivos difíciles de engarzar en la misma causa pero que, unidos a una conducción casi impecable en el transcurso del presente siglo, han dado lugar a una gestión modélica en la que van de la mano el crecimiento deportivo, social y económico.
Hace 20 años, don Roberto Alés declaraba que en el club no había ni para comprar balones. Un gran club endeudado, un histórico en apuros que, afortunadamente, no fue a parar a manos que no fuesen sevillistas. Alés confió en Monchi y el resto es historia, no solo del Sevilla, sino del fútbol europeo. Como en la batalla de Don Quijote contra los molinos de viento, la trayectoria del Sevilla, tras su último ascenso, se ha convertido en una cosa de locos.
Y mientras la vieja Europa vende su espectáculo a trocitos, club a club, a capitales extranjeros o a nuevos millonarios, un reducto de insensatos sobreviven en la élite, cuatro clubes mal contados que representan más de lo que ellos mismos piensan, más de lo que nosotros mismos podemos imaginar.
Qué poco me gusta el fútbol de multinacionales. Ese que obliga a repartos discriminatorios de derechos para mantener los estatus, ese que descapitaliza a históricos como el Valencia, que desciende a clásicos como el Espanyol, ese que lleva a la élite a clubes con nombres de bebida energética o que convierten las ligas nacionales en torneos llenos de sparrings.
¿Qué mérito tiene ganar nada cuando en el reparto de cartas te toca por decreto jugar con cuatro ases y todos los comodines? El mérito puede que esté en que la mayoría de los clubes que se plantan en las eliminatorias finales de las competiciones europeas juegan con las mismas cartas, todos tienen cuatro ases y todos los comodines, pero, ¿todos los que llegan ahí lo hacen en las mismas condiciones? ¿Todos?
Todos no, hay un equipo que ha aprendido a jugar con otras cartas y que, a base de experiencia, autoexigencia y dosis infinitas de confianza, se cuela entre tanto mastodonte con el firme propósito de robarles el máximo de protagonismo, el máximo de dinero y, sobre todo, el de quedarse con toda la plata. Es el Sevilla esa pequeña empresa que tiene el respeto de todo el que tiene que enfrentarse a ella. Y ya saben que el Sevilla no desdeña la más mínima batalla. Nunca se rinde.
Celebración del gol antel el Wolves (fuente: vamosmisevillafc.com)Pero el éxito te pone en el mismo escaparate que a estas multinacionales y, como en esa virtual vida financiera, son tus competidores los primeros que se fijan en lo interesante que podría resultar la adquisición de esos inconformistas del sur de Europa. Los aficionados del Sevilla comenzamos a oler el pestilente aliento del capital avasallador y todo lo que no tememos sobre el verde lo tememos cuando hablamos de sobres llenos de billetes.
El aficionado sevillista, como tantos aficionados de otros muchos equipos, va a estar siempre frente a tal especulación, aunque sepa que poco pueda hacer, o quizás confiando en que pueda hacer algo. El aficionado va a luchar por su club, a sabiendas de que solo la sangre de nuestra sangre puede comprender, de forma verdadera, como el 16 de Antonio Puerta y el 10 de José Antonio Reyes se pueden fundir en un imposible abrazo lleno de las lágrimas de las leyendas, aún corpóreas, de Jesús Navas y Éver Banega.
Porque son esas imágenes, las de la lejana arenga del de San Fernando, cerebro con corazón que encabeza todo esto, la de la voz desgarrada del entrenador marcando el camino, la del banquillo de hooligans lleno de canteranos y dirigidos por los que menos juegan animando como si no hubiese un mañana, la de la celebración de todos los nuevos tras el gol de Ocampos en cuartos, la de la bienvenida al soldado caído, o esta del abrazo imposible de las cuatro leyendas, las que se van a quedar en la retina de los que sentimos igual que ellos.
El Sevilla lucha contra gigantes, en el partido de semifinales casi cae ante el Manchester United de la familia multimillonaria de los Glazer. Pero el equipo resistió y, tras la internada de Navas y el gol de De Jong, jugó como solo los equipos que están acostumbrados a vivir en las alturas saben hacerlo. El United nos dejó con vida y pagó su error. Errores que alguna vez serán al contrario, pero que lo importante es que sucedan, porque significará que el Sevilla seguirá ahí.
Y debe seguir ahí, junto con los pocos clubes hermanos que ya están, y algunos más que deben unirse a ello, para que lo verdadero del fútbol, esa sensación de pertenencia familiar e incondicional, no caiga en el feroz mercantilismo y logre esa cercanía que hace que todos los que forman parte de un club, desde los que ponen la semilla del césped hasta el socio de honor, sepan lo que significa que tu capitán, campeón de todo, derrame lágrimas de alegría por, tan solo, volver a superar una semifinal de la Europa League.