Revista Espiritualidad

El Síndrome de París

Por Av3ntura

La tecnología digital ha acabado transformando nuestras vidas como ningún otro ingenio ha sido capaz de hacerlo en ninguna época histórica anterior.

Desde la antigüedad hemos oído las quejas de las generaciones maduras hacia las emergentes, porque no aceptaban que sus descendientes se resistiesen a hacer las cosas como ellos las habían hecho siempre y no dudaban en tildarles de irresponsables e irrespetuosos con sus mayores. Pero ha sido precisamente gracias a esa rebeldía juvenil y a su intrepidez que los humanos hemos logrado evolucionar, adaptando el mundo a nuestras particulares circunstancias y no al revés. Tanto hemos querido avanzar que ha llegado un punto en el que nuestro viejo planeta se nos ha quedado pequeño. Nada o casi nada en él nos resulta ya sorprendente, pues cualquier rincón del mundo está fotografiado y filmado en la red desde diferentes ángulos y sus excelencias narradas en webs, blogs y canales de Youtube hasta la extenuación.

Ya no nos hace falta viajar para sentirnos conocedores de los rincones más exóticos del mundo, pues nos basta con movernos a golpe de ratón por el universo infinito de internet.

Si antes de que todos fuésemos abducidos por el mundo virtual éramos capaces de coger el coche o el tren o el autobús sin tener claro a dónde íbamos a ir, guiándonos por unos simples mapas de carretera o planos de ciudades o, simplemente, bajando la ventanilla y preguntado al primero que encontrábamos si por ese camino íbamos bien, ahora parece que somos incapaces de llegar a ninguna parte si no nos pasan antes la ubicación exacta y nos acaba guiando nuestro móvil. Parece que tenemos miedo a perdernos, a arriesgarnos a hacer nada sin estar seguros de que no nos vamos a equivocar. Esta falta de espíritu aventurero se acaba traduciendo demasiadas veces en decepción, pues nada acaba siendo como otro nos lo cuenta, por mucho empeño que le ponga en ser objetivo. Porque lo que hace interesante la vida es su capacidad de sorprendernos, de despeinarnos, de desmontarnos todos los esquemas.

Decía en un concierto Pedro Guerra que hay dos clases de personas: los que cuentan historias y aquellos a quienes les gusta que les cuenten historias. Evidentemente, él es de los que adoran contarlas. Porque el que las cuenta las ha vivido en primera persona.

El que se conforma con que otros le cuenten sus historias, quizá llegue a atesorar muchos conocimientos ajenos, pero siempre le quedará la duda de cómo las habría contado él de haber pasado por lo mismo. ¿Le habrían provocado las mismas emociones? ¿Habría disfrutado de haber conocido a las mismas personas? ¿Se habría sentido defraudado en algún momento?

A menudo hemos oído abogar por la imágenes en detrimento de las palabras, porque eran las que mejor representaban la realidad. Pero ese argumento, a día de hoy, ya no nos puede parecer tan válido. Porque las imágenes con las que trabajamos hoy, lejos de ser meras capturas de la realidad, son una optimización de ella, a base de retoques y de filtros que acaban transformando en mentiras o en verdades a medias la originaria verdad desnuda.

Lejos de ceñirnos lo real, lo que estamos encumbrando es lo ideal: las rosas sin espinas, los rostros sin edad. No es extraño que en este presente plataformas como Instagram triunfen del modo en que lo hacen por ser un escaparate en el que todo lo que seas capaz de imaginar será factible, hasta el punto de que muchas personas en todo el mundo han hecho de esta red social su mundo alternativo, un mundo al que llegan a dedicarle más tiempo que al real.

El Síndrome de París

Imagen de la Torre Eiffel encontrada en Pixabay


En su libro Totem, Andy Stalman describe el denominado Síndrome de París, que afecta principalmente a turistas japoneses. De todos es sabido que los japoneses son muy aficionados a fotografiarlo todo y a maravillarse con todo lo que ven. Cuando se les presenta una imagen idealizada de París y luego viajan a esta ciudad y la descubren como realmente se les presenta a través de sus propios ojos, sufren una gran desilusión, que puede llegar a provocarles alucinaciones, desrealización e incluso reacciones psicosomáticas diversas, como mareos, sudores o arritmias.

El profesor Hiroaki Ota, psiquiatra japonés que trabajaba en Francia, fue el primero en diagnosticar este síndrome en 1986.

Hoy en día no sólo sufren esta decepción los japoneses, sino que cualquier ciudadano del mundo está expuesto a ella.

Comparada con la imagen que nos han vendido de la realidad de muchos lugares, la que nos recibe cuando nos animamos a descubrirla no coincide en absoluto. En nuestra enfermiza obsesión por mejorar nuestro propio aspecto y por mejorarlo todo, escondiendo lo que no nos interesa que se vea, los retoques digitales nos ponen en bandeja la posibilidad de convertir lo defectuoso en perfecto, aunque la realidad no se parezca en nada a todo eso que mostramos en nuestra realidad alternativa.

Basta andar un rato por las calles de un pueblo o de una ciudad para darnos cuenta de que toda esa gente perfecta que se asoma a las ventanas de Instagram no baja nunca a darse una vuelta por esas calles ni se rebaja a codearse con las personas de carne y hueso.

Quizá lo más triste sea que alguien haya crecido creyendo que el mundo real era ése que le enseñaron a través de las pantallas. El día que ese alguien se digne a bajar de las nubes y descubra cómo es París de verdad, como los japoneses, quizá se maree y sufra alucinaciones. Porque, como bien cantaba Serrat, "Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio".

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


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