Si te ofrecieran un cóctel cuyo sabor y deliciosa combinación de ingredientes te atrapan, ¿rehusarías tomarlo de nuevo otro día porque ya lo has probado? Está claro que sería absurdo, y sin embargo es el mismo argumento que la mayoría utiliza tras haber visto El lobo de Wall Street (2013): «¡Pero si es un calco de Uno de los nuestros (1990)!». Por supuesto, yo también lo pensé, pero luego me dije: «¡Pero si es un Scorsese en plena forma! ¿Voy a dejar de disfrutarlo porque ya le he visto una vez emplear esos mismos recursos?». Puede que Scorsese, a estas alturas, tenga pocas sorpresas reservadas al público en lo que se refiere a temas y recursos de estilo, pero está claro que los que le caracterizan los domina a la perfección y los emplea con maestría en aquellos filmes que se le ponen por delante.
La película es básicamente un encargo de Leonardo DiCaprio, desesperado por conseguir un Oscar a la mejor interpretación protagonista, y para ello necesita: a) un guión que le permita el lucimiento completo de su repertorio; b) un tema mainstream de actualidad capaz de interesar a todo tipo de público y desbordar sus expectativas y c) que la dirección esté a cargo de una figura indiscutible cuya profesionalidad y trayectoria aúpen la película a la categoría de filme nominable y con posiblidades de acaparar premios (entre ellos, por descontado, el de mejor actor). Por eso DiCaprio ha coproducido la película y ha esperado cinco años hasta conseguir llevarla a la pantalla en las mejores condiciones. Por eso no faltan escenas de lucimiento de su protagonista (monólogos, momentos dramáticos, toques de humor, retos físicos...) y en cambio cojea de todo lo demás, excepto el ritmo narrativo, que va por cuenta de Scorsese.
Encontramos la misma narración acelerada, el mismo montaje ultradinámico, el mismo narrador protagonista que habla directamente al espectador, el mismo relato subjetivo y parcial, sin ningún interés por aportar perspectiva a los sucesos de la historia (que nadie vaya a verla pensando que Scorsese ha hecho una síntesis crítica de la historia ecónómica de la última década), la misma delectación pretendidamente aséptica en toda clase de excesos sexuales y narcóticos. Aparentemente la película se limita al relato del protagonista, y debemos asumir que sus omisiones, exageraciones y mentiras son producto de su estado de ánimo y tienen por objeto hacer más amena la película, no de un deseo consciente y manipulador de ocultar hechos cruciales. No existe una lectura moral tras la exhibición de atrocidades que se presenta, ni de juzgar a los protagonistas o a sus acciones; y sin embargo ahí está la elección nada gratuita de Kyle Chandler como el agente Patrick Denham del FBI (su cara de hombre honrado y una cuidada caracterización lo dicen todo) o los treinta segundos que preceden a los créditos.
El lobo de Wall Street no es un análisis crítico ni un pliego de descargo al estilo de Wall Street 2. El dinero nunca duerme (2010) de Oliver Stone o de El capital (2012) de Costa-Gavras. Aquí se trata de un simple testimonio personal (y real) del auge y caída de un personaje polémico del mundillo financiero neoyorquino, aunque en realidad a mí me parece que DiCaprio ha contratado a un Scorsese en plena forma para beneficiarse de su contrastado estilo cinematográfico y lo ponga al servicio de su talento interpretativo. Si estuviéramos en los ochenta habría pedido a Woody Allen que le escribiera un personaje antológico para su lucimiento en algún dilema ético-sexual de corte humorístico-desencantado. No basta con el que Allen le adjudicó en Celebrity (1998); pero era otra década y ambos iban con el ciclo creativo cambiado.
Que nadie se engañe: El lobo de Wall Street es una película que no defrauda aunque sea incapaz de sorprender. Aun así, ¿de cuántos scorseses podremos disfrutar todavía? Los que admiramos su cine desde luego no estamos para remilgos...