Revista Cultura y Ocio
Después del spinning y del yoga, ahora estoy probando el squash. Un guardia civil me ha arrastrado a ello. Lo conocí en el gimnasio, donde él practica todos los deportes posibles. Trabaja en la embajada y, cuando ha acabado el turno, mata las horas de soledad pedaleando, o haciendo pesas, o pegando raquetazos, si encuentra algún incauto con el que hacerlo. Yo soy ese incauto. Juan Antonio -así lo llamaré, por mor de la seguridad del Estado- está destinado en Tráfico, pero, como es hombre inquieto, no deja de pedir destinos en el extranjero: ha estado en Sarajevo y lleva un par de años en Londres. Cuando le pregunto por su experiencia balcánica, me responde que, después de haber regulado el tráfico en Marbella, Bosnia le parecía un océano de paz. También ha velado por el buen orden de las carreteras en Lérida, donde pasó, dice, unos años magníficos y nació su hija. Si no fuese por "esa cosa de ahora", Lérida sería un lugar ideal. La "cosa de ahora" es el independentismo, y entiendo que jorobe a un miembro de la Benemérita que, además, es de Jaén. Lo que ya comprendo menos es que Lérida le parezca maravillosa. Pero a lo que iba: Juan Antonio me cameló, con ese verbo entre ordenancista y pedagógico por el que se han hecho célebres los integrantes de la Agrupación de Tráfico, para que compartiera con él las delicias del squash. Yo siempre he visto el squash como un deporte de pijos: el preferido de Nuevas Generaciones, por ejemplo, o, en Londres, el más practicado por los ejecutivos de la City. Sus orígenes parecen confirmar esta impresión. Como tantos otros -como casi todos-, se inventó en Inglaterra, en 1830. Fue en el colegio Harrow, uno de los más eminentes del país (donde estudiaron, y recibieron las preceptivas azotainas, Lord Byron, Winston Churchill y el pandit Nehru, por ejemplo), y ya en sus inicios se reveló como especialmente adecuado por los amantes del peligro: se jugaba entre chimeneas, cañerías, contrafuertes y repisas. (Que los estudiantes de Harrow lleven siempre, aun hoy, corbata negra no es un homenaje a sus predecesores decapitados, defenestrados o abrasados mientras jugaban, sino un duelo perpetuo por la reina Victoria). Luego se expandió por el mundo anglosajón, sobre todo entre las clases privilegiadas: en el Titanic había una pista de squash, solo accesible, por supuesto, a los viajeros de primera clase. Hoy se ha popularizado, como casi todas las actividades de ocio, pero sigue muy presente en el mundo anglosajón, incluyendo a las excolonias británicas: egipcios e ingleses dominan las clasificaciones mundiales, en las que, por cierto, no aparece ni remotamente ningún español. Y yo tampoco voy a hacerlo, desde luego, a juzgar por mis prestaciones en la pista, que se parece a una mazmorra. Uno se introduce en un cubículo de diez por seis por cinco metros, completamente tapiado por pared, vidrio y parqué, y sospecha que de allí no puede salir con bien. Yo lo he confirmado muy pronto: salgo deshecho. El squash es un frontón a cámara rápida: los movimientos, eléctricos, como latigazos, lo dejan a uno fundido. Para que esto sea así, es fundamental que la bola no bote, o que bote muy poco. Uno la ve venir (a veces) y calcula los movimientos que tendrá que hacer para alcanzarla, pero la pelota siempre lo engaña: los movimientos necesarios siempre resultan ser más de los que uno ha calculado. En lugar de alzarse con flexibilidad y gracia, como cualquier esférico que se precie, la pelota se encoge, mengua, se acurruca; su impacto no es un boing enterizo, anunciador de esplendorosos mandobles, sino un plof cansino y humillante: apenas elevada unos centímetros del suelo, cae muerta, y en ese caer uno cree percibir una como burla, un desplante redondo, una cuchufleta de caucho -a lo que se suma, debo añadir con pesar, el ji ji de Juan Antonio, cuyo sentido de la elegancia consiste en descojonarse de tus pifias en tu cara. Luego está la cosa de la estrategia. En ese calabozo que es la pista, uno cree que, al menos, no tendrá dificultades para alcanzar cualquier rincón: todo parece a mano. Pero es una ilusión óptica: para empezar, alcanzar cualquier rincón de cualquier sitio, por cerca que lo creamos, no es fácil para un cincuentón que desplaza 104 kilos de peso; y, para continuar, si tu contrincante tiene alguna experiencia en el juego (y Juan Antonio la tiene), sabrá colocar las bolas en lugares que, de repente, te parecen infinitamente alejados: los rincones, por ejemplo, donde caen como la ropa sucia en las esquinas de casa. Uno acaba cazando moscas en la pista: literalmente, dando raquetazos al aire que nunca interceptan el vuelo asesino de las pelotitas. O bien hace como Féderer: ya solo corre por las bolas a las que sabe que va a llegar; las demás, que son la mayoría, se limita a mirarlas con una mezcla de desprecio y resignación. Por último, está la cuestión de la seguridad. Que dos adultos, armados con algo parecido a bastones, se muevan a toda velocidad (bueno, en mi caso, a velocidad media) por un espacio tan reducido, mientras una bala de goma circula entre ellos, esta sí, con rapidez supersónica, no es halagüeño: yo sé de alguna madre que no ha podido soportarlo. Los choques contra las paredes y contra el otro jugador no son infrecuentes, es más, son la salsa del partido: uno se puede comer un tabique en su desesperado (y, por lo general, infructuoso) intento por devolver un golpe, y hasta dejarse un diente en ello, o bien impactar con la cabeza en la cabeza del oponente, lo que producirá, además de un conato de desmayo en ambos jugadores, un armónico eco en el recinto. Por no hablar de los pelotazos en los ojos o en los dídimos. De hecho, un cartel a la entrada de la pista en nuestro gimnasio prescribe que hay que llevar protección para los ojos durante el juego. Yo añadiría también una coquilla: me parece más importante. No obstante, no vemos a casi nadie con gafas y nosotros, desde luego, tampoco las llevamos (ni coquillas). La omisión es injustificable en el caso de Juan Antonio, porque él ya ha recibido un pelotazo en un ojo, y creyó que lo perdía. En nuestra última sesión, en la que fui derrotado vergonzantemente en los cinco partidos que jugamos (9-5, 9-4, 9-7, 9-3, 9-5), yo acabé con los pulmones como si me hubiera tragado un hierro al rojo vivo, con una contractura en el músculo crural izquierdo, con un metatarso del pie derecho inflamado por un golpe contra la pared, con la rodilla y el codo derechos desollados por una caída en un vano intento de alcanzar un saque elevado, y, en general, con la sensación de haber sido arrollado por un bulldozer. Y aún faltaban 48 horas de agujetas, que me recordaron la muerte de los mil y un cortes que aplicaban los chinos a los reos de lesa majestad. El squash no es para apocados, ni para gordos, ni para amantes de las diversiones sosegadas. El squash es para deportistas aguerridos, para urbanitas feroces, para aventureros, para temerarios, para suicidas. El squash debería ser proclamado deporte oficial de la Guardia Civil.