Revista Arte

El sueño de la razón produce androides

Por Peterpank @castguer

El sueño de la razón produce androides

Se me ocurren muchas razones por las que alguien que no la haya visto todavía, o la haya olvidado cómo se olvida una pesadilla angustiosa, vea o vuelva a ver Blade Runner (estrenada hoy hace treinta años en Estados Unidos). Se ha discutido mucho sobre si el cine es una tecnología que se apropia de los formatos narrativos anteriores a su aparición. Se habla de que tanto la apropiación de la novelística decimonónica como de la novela del oeste y de aventuras, el mito y la leyenda fundacionales, son una de las claves del funcionamiento del aparato tecnológico del cine en su relación no con la realidad en sí sino con la realidad mental de sus espectadores. Como diría un teórico de nueva generación como Jonathan Beller: el modo de producción cinemática hace suyas las narraciones de modos de producción anteriores a fin de hacer aceptable para sus espectadores la existencia de la máquina como realidad determinante. Esta sería, entre otras, la razón de la grandeza de un cierto cine europeo (Antonioni, Pasolini, Tarkovski, Paradjanov, etc.), cierto cine experimental americano (Snow, Brakhage, Benning, etc.), o el supremo encanto del cine del iraní Kiarostami (al menos hasta El sabor de la cerezas y El viento nos llevará) o, más actual, del tailandés Apichatpong Weerasethakul: la máquina de visión confrontada a una realidad que es enteramente ajena a su existencia mecánica.

Si esto fuera así, desde 2001 hasta eXistenZ y Matrix, la ciencia ficción cinematográfica sería el género definitivo para obligar a la máquina a hablar de sí misma. O, mejor dicho, el formato narrativo donde se expresaría con preferencia tanto el diálogo de la máquina con la realidad alterada o producida por su presencia como el monólogo de la máquina enfrentada a su soledad radical en un paisaje totalmente sometido a su poder de control. En este sentido, Blade Runner supondría uno de los puntos álgidos tanto de ese diálogo como de ese monólogo y, por tanto, la más brillante tentativa de la máquina por comprender el sentido de su existencia y sus complejas relaciones con la inteligencia humana que la creó para realizar sus designios con mayor eficiencia.

La historia de los androides de Blade Runner es muy antigua y pudo empezar con el mito del titán Prometeo rebelándose contra la tiranía de Zeus y sufriendo un castigo peor que la muerte. Pero esa historia en realidad comenzó, como sabemos, con una novela precursora que se titulaba, precisamente, Frankenstein, o El moderno Prometeo, escrita durante la primera revolución industrial por Mary Shelley, una coetánea de Jane Austen a quien podría tomarse, dada la índole aviesa de su imaginación, por una marciana cultural o una androide sentimental si la comparamos con la sensiblera autora de Orgullo y prejuicio. En esa novela de Shelley, como en Blade Runner, la criatura visita a su creador para reprocharle las deficiencias de su creación y vengarse en lo posible del daño producido por esa experimentación que lo ha hecho nacer para sufrir y morir, como hace el “replicante” Roy Batty al asesinar a su creador tras descubrir que su caducidad es irremediable. A través de esta queja resuena, por supuesto, el dolor humano ante la muerte y el deseo de rebelión contra la divinidad que, por envidia o incapacidad, nos creó mortales e imperfectos. Pero ese gesto desafiante expresa también la voluntad de poder de la criatura que quiere hacerse con el control de sus circunstancias.

Por esto mismo, Blade Runner aspira a crear una mitología nueva, una mitología del futuro visto desde el presente, una mitología a la altura de una sociedad eminentemente tecnológica. Una cultura, como en cierto modo anunciara Heidegger, cuyas cuestiones fundamentales debían nacer también de la interrogación permanente de la tecnología y su impacto en la vida y la mente de los humanos. Blade Runner pretende hacer visible ese nuevo mundo tecnológico creando una mitología “prometeica” de última generación adecuada a una civilización dominada por las corporaciones transnacionales y las tecnologías de la simulación y la producción de simulacros. Su singularidad artística radica así, de una parte, en la potenciación estética de las imágenes, reciclando las tendencias más avanzadas del cómic, la publicidad, la moda, el diseño o el arte; y, de otra, en la recreación ciberpunk avant-la-lettre de una fábula existencialista (inspirada en Philip K. Dick) perfectamente acorde con el espectacular despliegue de efectos especiales.

La fascinación de Blade Runner en cualquiera de sus versiones (o de las remodelaciones más o menos oportunistas de su director) surge, precisamente, de esa postmoderna hibridación de componentes: trama policial retro, mundo futurista y visualidad estilizada. Solo de ese modo, quizá, las historias paradójicas de los androides perseguidos que cuestionan la inhumanidad del sistema con su exceso de humanidad y la del policía exterminador que redescubre al enamorarse de una androide “los fundamentos de lo que se toma por humano” (como dijo Katherine Hayles comentando la literatura de Dick) adquieren todo su sentido moral para un espectador alienado respecto de su verdadera condición en una sociedad cada vez más deshumanizada.

Una prueba de esto es la omnipresencia del ojo (natural o artificial) en la película, anunciada desde el principio con ese enigmático ojo de apariencia humana que el montaje coloca en posición de contemplar el electrizante espectáculo por primera vez: el paisaje nocturno de la metrópoli hiperindustrial, las pirámides corporativas alzándose hacia el cielo entre destellos fulgurantes, las llamaradas de gas estallando en el aire contaminado como en una pesadilla ecológica, las aeronaves flotando en la oscuridad entre fogonazos de luz artificial… Es el ojo ubicuo de la tecnología lo que Ridley Scott interpone entre la mirada deslumbrada del espectador y las deslumbrantes imágenes para forzar la identificación del ojo panorámico de la cámara con el dispositivo óptico del “replicante”. Este guiño inicial permitiría asociar a Scott, como director, con Tyrell, el demiurgo creador de los androides. Ambos manipulan la máquina y son dueños de sus secretos y maquinaciones, sin duda, pero mientras el director ilumina su funcionamiento y nos invita a escrutar el futuro con el ojo experimental del androide (“He visto cosas que vosotros no creeríais”), el dios de la biomecánica pierde los ojos y luego la vida a manos de su rebelde criatura.

De ese modo, la trama tecnológica de la película se trasmutaría en una “historia del ojo” cinematográfica, es decir, una fantasía visionaria sobre los límites históricos de la visión: el mecanismo fílmico como gran ojo artificial que crea o recrea un futuro (im)posible con la melancolía romántica con que antes se contemplaba el pasado. Los motivos de fondo de Blade Runner son, pues, el anacronismo y la nostalgia derivados de una idea humanista de la cultura y la naturaleza enfrentada al poder revolucionario de la técnica: la nostalgia por la pérdida de la medida humana de las cosas, por la naturaleza también perdida y por modos de convivencia y relación ya desaparecidos o en vías de extinción. No deja de ser una paradoja capitalista, en cualquier caso, que en una sociedad fieramente inhumana corresponda a las máquinas la encarnación del deseo más humano de todos: vivir más intensamente, sin fecha de caducidad.

Tuvimos que esperar hasta la trilogía Matrix para que se nos mostrara en la pantalla qué hay detrás de las imágenes que nos seducen con su fastuoso atractivo, qué quieren realmente las máquinas de nosotros, para qué necesitan preservar el principio de realidad y, aún peor, por qué emplean las ficciones en que vivimos inmersos a diario como instrumento alucinante de dominio. Pero esa es otra historia.

Bienvenidos al desierto de lo real.


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