Aunque desde un principio estaremos de acuerdo en que no fue
la película más estimada para la mayoría de los contados admiradores de Paul
Newman, lo cierto es que “The glass menagerie” no ha dejado de crecer en los
veinticinco años transcurridos desde que en 1987 clausurara sin el menor ánimo
testamentario la carrera de uno de los grandes realizadores norteamericanos de
los últimos cincuenta años.
Se ensancha y se ahonda su tenue
aspecto (aún sin edición en DVD ni presumible copia más ancha), vibra más… difícil, cuando no imposible, contagiar ese entusiasmo si
hablamos de un film de esos en los que nadie querría “vivir dentro”.
Poco debe por tanto el alza de
valor constante que ha experimentado para algunos de nosotros el film al
habitual plus añadido de ser el último esfuerzo de cineastas ya mayores,
cansados o vencidos o tal vez encontrando in extremis un impulso
particularmente intenso. Un esplendoroso ejemplo, huelga decirlo, aconteció ese
mismo año con “The dead” de John Huston.
La carrera de Newman claramente
no debía haber acabado ahí. Con Cassavetes muerto y Bergman semirretirado, su partida dejaba al cine sin otro de
los pocos auténticos (quiero decir por construir todo a partir y en función de
posiciones corporales, movimientos, palabras y gestos, llevando a un plano
puramente cinematográfico la mera adaptación física del texto) directores de
actores y actrices que permanecían en activo.
Muy lejos quedaba ya el cambio de
rumbo definitivo - y rápido: es su obra más cercana en el tiempo a la que le antecede - dado por Paul Newman cuando viró al intimismo doméstico - con un
elemento temporal siempre en juego, “atrapado” en un instante apetecible para mirar y conocer mejor -, de la
admirable “The effect of Gamma Rays on man-in-the-moon-marigolds” allá por 1972,
tan importante tras un film que bien pudo haberlo llevado por un camino muy
diverso al efectivamente andado a partir de entonces.
Tan diverso de su debut, “Rachel,
Rachel” (también claramente mucho más que un
borrador o un tiro al aire de actor famoso con ganas de destacar al otro lado
de la cámara y que tan poco tenía en común ni en lo ofrecido ni en lo economizado con el
de su ídolo Brando, siete años antes), “Sometimes a great notion”, es el único film de su obra
que en cierto modo ha quedado estancado. Siendo el que menos le pertenece, pudo
haber constituido, extrapolando o “pensando mal” sobre ciertas tendencias que
acechaban, tal vez un primer paso en una dirección blanda, trillada, sin riesgo
(en el sentido de algo personal o sentido expuesto sin rubor, el económico era
más que asumible), de temas importantes y estrellas de renombre, celebrado y
olvidado, carne de temporada mainstream.
Este portentoso “The glass
menagerie”, para el que pareciera que no han existido versiones anteriores ni
novela famosa a la que deba su retórica, deslumbrante a media luz y hasta languideciendo por falta de oxígeno, es el más
estilizado y sinuoso de sus films, encapsulado en ese círculo vicioso de
dependencia familiar que no vislumbra ninguna salida gloriosa.
Una concentración desacostumbrada de elementos, un sencillo control mediante encuadres de la "presión" ejercida por los decorados (diseño de producción de Tony Walton, en la línea de un par de grandes Lumet de principios de década y foto de Michael Ballhaus, volviendo a los días de viejos triunfos con Fassbinder, y que supongo que Newman debió conocer en el rodaje de "The color of money" de Scorsese), dejando siempre suficiente espacio para ver y escuchar antes que para que se sienta agobio o se obligue a compartir el abatimiento de quienes tratan de olvidar lo que son y un uso modélico de la bella banda sonora creada por Henry Mancini no sé si contradicen pero al menos ponen en cuestión los adjetivos que reiteradamente acompañan a la labor de Newman como cineasta: impersonal, teatral, tibio.
Es cierto que apenas hay drama, nuevo drama, en
“The glass menagerie”.
Newman, como solía, se “engancha” a los acontecimientos - y sospecho que puede ser uno de los talones de aquiles de la apreciación de su cine, por supuesto no exclusivo, compartido con gigantes como Mizoguchi o Mann - en un momento
ni particularmente tenso ni decisivo, casi parece que rutinario, de una historia que intuímos habrá tenido episodios peores, más virulentos, que han cimentado al quedar irresueltos la obcecación
de cada uno de estos personajes, pero donde va a haber cambios importantes.
Ese es precisamente uno de sus grandes valores.
Estamos acostumbrados a ver muchas, incluso muy buenas y hasta maravillosas películas que ponen en marcha conforme comienzan, muy patentemente, un mecanismo.
Es fácil encontarlo por ejemplo en comedias o dramas donde haya personajes "dispuestos a enamorarse". De repente lo hacen como si fuese la primera vez y nunca antes se les hubiera ocurrido ponerlo en práctica. Hasta el mismísimo Errol Flynn encarnó alguno.
Al contrario que la práctica totalidad de sus colegas americanos, contemporáneos y venideros, Paul Newman no plantea y resuelve - mala cosa en el país del pragmatismo, tenido en cuenta con especial énfasis por parte sus críticos; una lástima, ya que la ocasión es propicia, que con distinto rasero y sensibilidad que el que se tuvo con Tennessee Williams -, sino que extrae y trata de mostrar a través de detalles (rara vez sólo con la palabra pero cuando es el vehículo más utilizado, incluso recurriendo a una llamativa anulación de contextos: ahí está "The shadow box", anormalmente repleta de fondos neutros inquietantemente tourneurianos) lo que tiene que decir de entre lo que sucede.
Interesante resulta para un cineasta acostumbrado a ahorrarse antecedentes siempre que es posible, cómo resuelve en "The glass menagerie" el problema de que hay que resituarse en el tiempo (primera y última vez en su filmografía) para contar esta historia. Escoge para ello un raro anfitrión intermitente (John Malkovich, que repetirá parecido rol con Antonioni años después), narrador-protagonista que es además en buena medida el propio escritor, tan lírico en su presentación y engarce de bloques como ciclotímico cuando le corresponde interpretar a su personaje.
Todo el pasado se concentra en la madre, interpretada en una clave intencionadamente exasperante por Joanne Woodward, objeto de críticas furibundas en su día, que como hace muy poco otra actiz de parecida belleza seca y misteriosa, Laura Soveral, en la excepcional "Tabu" de Miguel Gomes, resulta patética y al mismo tiempo digna de ser escuchada en sus desvaríos aunque sólo sea porque alguna vez vivió de verdad.