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El surgimiento de la ciencia moderna

Por Creartehistoria @createhistoria

Un número importante de filósofos e historiadores acuerda en señalar el siglo XVI como el momento del surgimiento de la ciencia moderna, a partir de la consolidación del modelo experimental de Galileo Galilei por sobre el modelo tradicional de conocimiento postulado por Aristóteles. Sin embargo, para entender su desarrollo y actuales características, es preciso retrotraerse a los siglos XII y XIII, que marcaron el ocaso de la Edad Media y la lenta, pero progresiva constitución de la Era Moderna.

Este período histórico se conoce como una etapa de profundas transformaciones sociales a partir de la emergencia de un nuevo grupo social, la burguesía, que motorizó la ruptura con el pensamiento tradicional, en sus diversas dimensiones y propició una auténtica revolución en el modo de concebir al mundo. Particularmente, la burguesía se enfrentó a un esquema político, social y político conocido como feudalismo. Este se caracterizaba por la ausencia de un poder central, tal como hoy conocemos en la figura de los Estados. Tras la caída del Imperio Romano, el poder político se atomizó en pequeñas unidades de territorio, “los feudos” dominados por los “señores”, militares que garantizaban la seguridad en esos espacios. La economía se basaba exclusivamente en la producción rural. Los pobladores de las aldeas explotaban la tierra y entregaban parte de la producción a los señores, a cambio de su promesa de protección (pacto de vasallaje). Frente a este estado generalizado de fragmentación, la única institución que mantuvo injerencia social fue la Iglesia católica. Su hegemonía se extendía no solo en el plano cultural, sino también en el político y en el vinculado con la producción del saber. Entre sus principales atribuciones se encontraba la de establecer la legitimidad de los reyes, en tanto representantes de la autoridad divina; y la concordancia entre el conocimiento del mundo y la enseñanzas de la Biblia. Hacia el siglo XI se constituye la burguesía, un grupo social conformado por los habitantes de los ciudades, “los burgos” (de allí el nombre de “burgueses”) cuya actividad principal se relacionaba con la actividad mercantil y la incipiente producción de manufacturas, apartándose de la economía esencialmente rural que imperaba en la época feudal. En su afán de progreso, comercio y emancipación este nuevo sector social se enfrenta con el poder político y religioso de la Iglesia católica, postulando la libre elección de las actividades económicas, y de las autoridades políticas por parte de los ciudadanos, así como también la autonomía en lo que refiere a la producción del saber. En este último punto se destacaron la fundación de las universidades como espacios públicos de estudio, alternativos al monopolio de los conventos.

Como ha señalado el historiador argentino José Luis Romero (1987), con el ascenso de la burguesía al rol dirigente de la sociedad, estamos en presencia de un cambio de mentalidad que propiciará a su tiempo una nueva imagen o representación de la realidad. Este será el punto de partida para la elaboración y desarrollo del pensamiento científico. La mentalidad feudal, profundamente influenciada por la teología católica, se caracterizaba por su idea de interpenetración entre la realidad sensible (aquello que se ve, que se siente, que se puede tocar, en definitiva, que se puede percibir mediante los sentidos) y la irrealidad, o la realidad no sensible. Esta mixtura se ponía de manifiesto en la explicación del origen de los fenómenos naturales (la lluvia, el viento, las tormentas, las mareas, etc.) a partir de la intervención divina. Por ejemplo, un año con sequía no era atribuido a la combinación de factores climáticos tales como las altas temperaturas y la ausencia de humedad, sino a un castigo que Dios propiciaba a los ser humanos por sus pecados. En este marco, la experiencia primaria de los seres humanos, que viven de y en la naturaleza, no era tenida en cuenta y se priorizaba la interpretación basada en la revelación de la voluntad divina. Aquello que sucede se comprende exclusivamente al interior de un sistema de ideas donde la causalidad es sobrenatural. Ante un fenómeno natural como la lluvia, cuyas causas naturales inmediatas eran evidentes y conocidas desde el sentido común (la evaporación de las aguas ante el calor, que deriva en la condensación en la altura) se anteponía una explicación que situaba como protagonista absoluto a Dios. La teología –el pensamiento referido a Dios y sus atributos– se constituía entonces en la fuente del conocimiento de la realidad y se transmitía como un saber dogmático. Por el contrario, hacia los siglos XI y XII se comienza a postular una nueva visión de la realidad, a cuyas variaciones y sucesos se les encuentra un nuevo principio de explicación causal: la causalidad natural. Por causalidad natural se entiende aquel enunciado o conjunto de enunciados que explica un fenómeno de la naturaleza a partir de elementos pertenecientes al mismo orden, es decir, a partir de otros fenómenos naturales, sin apelar a nociones supranaturales, como la noción de voluntad divina. De esta manera, por ejemplo, las mareas (fenómeno natural A - Efecto) se comienzan a explicar como producto de la influencia gravitacional de la Luna (fenómeno natural B - Causa 1) o, en algunos casos, por efecto de la fuerza de los vientos (fenómeno natural C - Causa 2), y ya no como el soplo de Dios sobre las aguas. El camino de la ciencia comenzó a trazarse desde la experiencia a la conformación de un sistema explicativo basado en la causalidad natural, que a su tiempo se acumula y sirve como punto de partida para nuevas investigaciones y estudios. Las vías de conocimiento de la realidad natural van a encarrilarse en lo que se denominará pensamiento científico, mientras que el acceso a Dios y al resto de la entidades sobrenaturales se reservarán para el pensamiento religioso. En esta división adquiere nitidez el proceso de secularización característico de la Modernidad, y descrito por el sociólogo alemán Max Weber (1984). Mientras que en la Edad Media el pensamiento religioso monopolizaba la regulación de las múltiples dimensiones de la vida humana –la economía, el conocimiento, la organización política, etc.–, en la Modernidad cada una estas áreas se emanciparán del tutelaje religioso y se darán a sí mismas sus propias reglas y áreas de injerencia. Secularización nomina entonces al proceso por el cual se explica la realidad circundante al individuo a partir de nociones naturales que no tienen su origen en el discurso religioso. Esta comprensión de la realidad como secular, profana, que se puede explicar, dominar y utilizar sin apelar a argumentos religiosos, tiene su base en la crítica al pensamiento clásico de Platón y Aristóteles. Estos filósofos representaron los máximos exponentes de la filosofía clásica griega, y sus obras fueron retomadas y resignificadas por la Iglesia católica, de manera tal que, durante toda la Edad Media, el conocimiento se basaba en la Biblia y en las nociones de Aristóteles (Chalmers, 2002: 2). Estos pensadores sostenían la imagen tradicional que argumentaba que más allá de lo que aparece ante nuestros ojos –la realidad sensible– existía una realidad superior, última, que le daba sentido a esta y que era la que verdaderamente importaba conocer. La filosofía clásica le negaba importancia a lo sensible y concebía que la única y verdadera realidad era la que correspondía al mundo de las ideas, de los conceptos, de las nociones puras, únicamente alcanzables mediante la mente, pero sin requerir la intervención de los sentidos ni de la experimentación. Según la visión de Aristóteles, por ejemplo, la tarea de la ciencia era identificar la naturaleza de cada especie del conocimiento, separando aquello que era esencial, fijo e inmutable (sustancia), que correspondía al concepto, de aquello que era accidental y sensible (accidente) (Marradi, 2007: 17). En otras palabras, para esta doctrina, primero estaba el concepto, la idea de algo (por ejemplo, la idea de fuerza) y luego la experiencia, la expresión visible en la naturaleza de ese concepto (la fuerza de los vientos, de los mares, de algunos animales). El pensamiento de Aristóteles también se conoce como pensamiento axiomático, porque parte de axiomas o principios, considerados válidos por sí mismos, sin necesidad de demostración alguna, aunque después la realidad confirme sus nociones. A esta estructura del conocimiento se contrapuso el modelo defendido principalmente por el astrónomo Galileo Galilei en el siglo XVI. En cierta oportunidad, Galileo demostró la falsedad del axioma aristotélico que enunciaba que la velocidad de la caída de los cuerpos era regulada por sus propios pesos (por ejemplo, que una piedra de dos kilos cae con una velocidad dos veces mayor a la de un kilo). Subió a la Torre de Pisa (Florencia, Italia) y dejó caer, ante la vista de todos los universitarios, dos piedras: una de cien libras y otra de tan sólo una. La caída al mismo tiempo de ambos elementos dio por tierra, mediante la experiencia, al postulado axiomático aristotélico. Con esta histórica demostración, el científico italiano derrotó a los exponentes del pensamiento clásico y dio paso a una nueva etapa en la constitución de la ciencia moderna. Por primera vez se adoptaba seriamente la estrategia de considerar a los hechos como la base, el punto de partida de la ciencia. Mientras que para el modelo aristotélico, el objetivo de la ciencia residía en la tarea de identificar la “esencia” de las cosas, para Galileo, y para la visión que se convierte en estándar en los tres siglos siguientes, la tarea era establecer las relaciones entre las propiedades de los objetos. Las propiedades de los objetos remiten a sus cualidades o particularidades, aquellas que les permiten cambiar de forma, de tamaño o de temperatura, en el caso de los objetos físicos, o influir en las actitudes o compartimientos en el caso de los sujetos que conforman una sociedad. En su forma ideal, un experimento consiste en observar cómo una propiedad determinada (operativa) causa efecto en una segunda propiedad (experimental), mientras se mantienen constantes o invariables todas las demás propiedades que potencialmente podrían influir en la propiedad experimental. El científico intuye que cierta propiedad podría estar causando determinada influencia en otra propiedad, y procura probar su intuición o hipótesis intentando reproducir lo que ha observado en una situación artificial. Allí intenta bloquear todas las variaciones de las otras propiedades que se supone que también podrían influir en la propiedad experimental, manteniéndolas efectivamente constantes. Al realizar un experimento de forma ideal, el científico puede averiguar la forma pura (es decir, sin influencias de otra fuente) de la relación entre la propiedad operativa y la experimental, y también determinar la dirección de esta relación: la operativa tiene una influencia causal en la otra (…) Con la consolidación del modelo experimental, el conocimiento pasa a preocuparse por realizar un recorte de la realidad y establecer cómo se comportaba, independientemente de cualquier otra consideración o género de lenguaje que no sea el científico. En esta tarea adquiere centralidad la vía empírica, es decir, el abordaje de las cosas y sucesos individualmente, tal como se presentaban ante los sentidos del investigador, y a partir de estos datos de la experiencia, llegar a generalizaciones, es decir, a explicaciones que dieran cuenta de un conjunto de objetos o de fenómenos, de un mismo tipo, superior al inicial. En el plano filosófico, la idea de que la realidad debía ser sólo algo que correspondiera a lo sensible, cognoscible mediante los sentidos y controlados a su tiempo por un diseño epistemológico y metodológico, se denominó realismo y fue una de las escuelas de pensamiento que dio origen a la ciencia, tal como hoy se la conoce. Para estos filósofos, los conceptos puros eran palabras vacías, no pertenecían al nivel de lo que efectivamente constituía la realidad. Lo real es el mundo de los hechos, de los fenómenos, de lo comprobable experimentalmente.

Una de las cristalizaciones más importantes de este pensamiento se encuentra en la concepción de la naturaleza como objeto de estudio. Para José Luis Romero, lo propio de la nueva mentalidad burguesa que motorizará el surgimiento de la ciencia en la Modernidad, es la idea de que la naturaleza es algo que está afuera del individuo, que es objetiva (es decir, un objeto) y que puede ser conocida y estudiada. De allí en más, el individuo se transforma en sujeto cognoscente (sujeto que conoce algo) y la naturaleza en objeto de su conocimiento. En el marco del pensamiento medieval precedente, el ser humano era considerado un objeto más dentro de la creación divina, estaba “inmerso” en la naturaleza y no podía pensarse a sí mismo fuera de ella. Naturaleza y ser humano eran dos cosas equivalentes en valor, y el individuo, que vive sumergido en la naturaleza, no se distinguía a sí mismo ni se diferenciaba. Por el contrario, lo característico de la mentalidad moderna es hacer una doble operación: a la ya mencionada división entre la realidad natural / sensible y la realidad sobrenatural se agrega la disolución del ser humano con respecto al ámbito natural. La realidad natural pasa a ser un objeto de conocimiento, un ámbito con un orden determinado y ciertas características que se pueden observar y sistematizar a partir de la experimentación y no por intermedio de una “revelación” divina. En su nueva relación con el mundo, el ser humano descubre la diversidad de la naturaleza, múltiples variedades de animales, plantas, climas y paisajes. El conocimiento coincide una vez más con el desarrollo de la burguesía, que vive un movimiento de expansión de la sociedad feudal hacia la periferia, rompiendo el encierro que era característico de ese tipo de sociedad (…) Debido a la necesidad de comerciar las mercancías producidas, esta nueva clase social desborda los límites políticos, económicos y culturales impuestos y emprende viajes a sitios desconocidos y lejanos. Esta expansión geográfica y política contribuye a formar una imagen del mundo radicalmente diferente. Entre las muchas novedades que los viajes de los exploradores y mercantes arrojan se encuentra la constatación de la existencia de una naturaleza absolutamente diversa, pero que no obstante observa un orden apreciable mediante los sentidos. Lo diverso puede ser diferente y al mismo tiempo real. Esto refuerza la idea de que la naturaleza es algo ajeno al individuo y objeto pasible de conocimiento. El ser humano es instrumento del conocer y todo lo demás es cognoscible. Este objeto cognoscible es variado por definición. Frente a la concepción tradicional de que todo lo extraño debía ser sobrenatural, cuánto más variedades se conocen más arraiga la idea de que es posible la existencia de otras variedades de la naturaleza. La tendencia a reducir las dimensiones de lo sobrenatural y ampliar las de lo real crece con el conocimiento de lo diverso. Hay una segunda actitud que potencia la empresa del conocimiento: la intención del ser humano de dominar a la naturaleza, de servirse de ella para fines económicos. Frente a una economía tradicionalista como la medieval, donde la producción se encontraba pautada por los ciclos naturales y el nivel de desarrollo tecnológico era muy bajo, se contrapone una nueva metodología de fabricación de productos que requiere nuevas técnicas de explotación de la tierra. El contacto del individuo con naturalezas diferentes a las tradicionales lo obliga a reiniciar la creación tecnológica, a lo que se suma la necesidad de acrecentar la cantidad de productos, frente a un aumento de la demanda gracias a la constitución de nuevos mercados. Cuando a partir de sus viajes y observaciones el ser humano contempló la diversidad de la naturaleza, empezó a elaborar el principio de que la naturaleza constituía un orden o un sistema, y conforme a la preeminencia acordada a la realidad sensorial. Este orden no era necesariamente sagrado sino profano, es decir, que se comporta de una manera que el ser humano puede entender con sus propios instrumentos y raciocinio, sin recurrir a la interpretación divina. El secreto de esta convicción es que el ser humano ha descubierto que puede experimentar con la naturaleza, alejando a Dios del proceso de lo creado. 

Recapitulando: el itinerario de conformación de la ciencia moderna se inicia con el ascenso de la burguesía, que desafía a los poderes tradicionales e impulsa una nueva mentalidad, donde se separan la realidad sensible y la realidad supra sensible. Esta división configura el proceso de secularización, por el cual la búsqueda del conocimiento (entre otras actividades sociales) se autonomiza de la tutela religiosa y establece por sus propios medios la fuente del saber. Esta se encontrará en el modelo propuesto por Galileo, que postula a la observación de los hechos y a la experiencia como base de la ciencia, desplazando de esta manera al modelo axiomático de Aristóteles y a la teología. El realismo conforma la nueva corriente filosófica que acompaña esta revolución en el pensamiento, que establece que la realidad se encuentra en aquello cognoscible mediante los sentidos. Finalmente, estas nuevas inclinaciones filosóficas y científicas favorecen una nueva concepción de la naturaleza como objeto pasible de conocimiento, dominio y utilización por parte del ser humano.

El surgimiento de la ciencia moderna

Fundación de la Académie de Sciences et l'Observatoire en 1666 (~ 1675)


El surgimiento de la ciencia moderna

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