El capitalismo emocional de Eva Illouz se ha convertido en un concepto central de nuestra época. Y digo “central” convencido. No se trata sólo de considerar las emociones como mercancías o de entender cómo llevamos a cabo a diario El consumo de la utopía romántica (Katz, 2009) o de explorar la construcción del sujeto que ejecutan las poderosas páginas de búsqueda de pareja, sino de comprender que el contexto de nuestras vidas es eminentemente terapéutico. En La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Katz, 2010), Illouz demuestra que durante el siglo XX se impuso una forma de pensarnos a nosotros mismos eminentemente psicoanalítica. Una forma que parte de Freud, descarta de su teoría todo aquello que sea determinista y oscuro, se infiltra en la cultura popular norteamericana, en las revistas, en las películas, en la caja ni tonta ni lista y triunfa gracias a un discurso luminoso: el de la autorrealización. El Estado adopta la terapia como mecanismo necesario y entonces el derrame resulta imparable. Los padres, las parejas, los adolescentes y finalmente los niños asumen que recibir ayuda psicológica es lo correcto, lo normal. La industria farmacéutica se expande gracias a que comienzan a ser percibidas como patológicas ciertas parcelas del comportamiento que hasta entonces no lo eran. El que atraviesa una fase de duelo o está triste de pronto puede estar deprimido. El niño nervioso, inquieto o travieso es de pronto hiperactivo. La escuela, los servicios sociales, Alcohólicos Anónimos, los grupos de apoyo a drogadictos o a mujeres maltratadas o a adictos al sexo, el talk-show y otros formatos de la telerrealidad, los talleres de meditación o de preparación para la maternidad, los foros de internet: esos son los espacios en que nuestro yo encuentra consuelo en grupo. Nos recuerda Illouz que la industria de la superación personal (libros, videos, talleres) ganaba a finales de los 90 en los Estados Unidos unos 2500 millones de dólares anuales. Para ello es necesario la apertura al exterior: pedir ayuda, compartir experiencias, trabajar activamente en un yo más sólido significa entrar en el mercado terapéutico. Que es simbólico y monetario. Gastar, gastar y seguir gastando para detener tu desgaste. En los Estados Unidos la educación hace tiempo que incorporó esa lógica. La atención a la diversidad, el trato personalizado, los grupos reducidos. Un protocolo pedagógico que afecta por igual a niños, adolescentes, jóvenes y adultos. Y que equipara las clases universitarias a las sesiones de terapia colectiva.En el principio eran dos: el psicoanalista y el paciente. Y las aulas magnas albergaban a cien o doscientos alumnos. Estandarización y convergencia: la terapia se amplió, la clase se redujo y se llegó a un término medio, que es el de los talleres, las clases reducidas y los grupos de apoyo. Éstos, según la socióloga, hacen que lo privado sea público a partir de tres narrativas: la terapéutica, la temática y la personal. Se podrían ver los talleres literarios, por tanto, como grupos de apoyo. Por fortuna se han codificado en formatos propios de la centenaria tradición del salón y la tertulia, de modo que no reproducen las fórmulas de Alcohólicos Anónimos. Pero las tres narrativas de ese tipo de asociaciones están presentes: la guía del maestro y de los compañeros actúa como terapia, la literatura es el tema y el comentario de tus textos es el modo como se personaliza. Se combinan con el objetivo de la autorrealización. Los alumnos del taller, por lo general, no buscan más que expresarse. Sólo una minoría de los asistentes quiere ser más pública de lo que ya lo es en el marco del tallero de las redes sociales (otra manifestación de la cultura terapéutica). Es suficiente esa publicidad mínima, doméstica. A veces pienso en una versión deEl Club de la Lucha en que los protagonistas sean adictos a los talleres literarios, a los cursos de cocina o de macramé, a los seminarios de filosofía o a los grupos de estudio. Sería menos brutal que la historia de Palahniuk pero más cercana. Las industrias de la autoayuda y de la farmacología psiquiátrica y de la cirugía estética serían comparadas con la industria cultural, que se basa en un principio indiscutible que tal vez merezca la pena discutir: leer, ver películas e ir a museos nos hará mejores. Entre las conclusiones de Illouz en su libro –que no habla de literatura ni de cultura pero que brinda las herramientas teóricas para uno se atreva a hacerlo– destacaré esta para acabar: “este discurso terapéutico inaugura un modelo de la personalidad y la responsabilidad: hace que uno sea responsable del propio futuro pero no de su propio pasado”. En los talleres de escritura creativa se impone casi siempre la vocación o las ganas de expresarse o la voluntad de conocimiento (o el pago de la matrícula) y se aparcan las miles de decisiones previas que el futuro alumno no tomó, porque no importan. Por eso es tan normal encontrar alumnos que no leen ni han leído: lo que importa es la decisión, el primer paso del futuro, no los millones de pasos que te condujeron al lugar donde estás. Al a menudo triste lugar donde estás.