Esta vez, les dejo un cuento un poco más larguito que el anterior. La presentación sigue siendo cortita.
El taxi
Ya era de día, pero las veredas aún estaban desiertas.
«Qué raro», pensó Teresa mientras salía de su edificio y entraba en el taxi que la esperaba.
Trabó la puerta, subió la ventana y, recién entonces, saludó al chofer.
—¿Sabe a dónde vamos?
El taxista asintió en silencio y arrancó. Teresa se acomodó en el asiento, mirando hacia todos lados. Tampoco había autos en la calle. Se fijó la hora: eran las ocho de la mañana.
«¿Dónde estarán todos?» se preguntó y echó otro vistazo al reloj y sacó el celular de la cartera. Allí también eran las ocho, y dos minutos. «¿Me habré equivocado de día?»
—Hoy… —dijo lentamente, pero cambió de idea—, mañana va a ser un lindo sábado, ¿no cree?
Esperó ansiosa la confirmación del taxista, pero éste nuevamente solo se limitó a asentir.
Llegaron hasta el primer semáforo, que se puso en rojo al instante. Teresa se removía en su asiento. La avenida estaba vacía, ni siquiera había negocios abiertos. ¿Serían realmente las ocho de la mañana? El sol decía que sí. ¿Sería realmente viernes…? Pero, aunque no lo fuera…
«Tendría que haber gente en la calle, negocios abiertos», pensó.
El semáforo cambió a verde y reasumieron la marcha. Avanzaban con lentitud, a pesar de tener todo el espacio para ellos. A las dos cuadras, los volvió a parar la luz roja. Teresa no se resistió más.
—¿No le parece raro que esté todo tan vacío?
El conductor la miró por el espejo retrovisor y sonrió ligeramente. Teresa esperó una respuesta en vano, hasta que el auto arrancó otra vez. Entonces buscó en la agenda de su celular alguien a quien pudiera molestar a esa hora, alguien con quien hablar. Encontró al número de una compañera de trabajo, que ya debería estar levantada.
Llamó. El tono sonó varias veces y luego la envió a la casilla de mensajes. Teresa cortó y se dedicó a mirar por la ventana, con el celular aferrado.
Las cuadras pasaban sin cambios, todas en silencio y con los negocios cerrados. Pararon en otro semáforo. Teresa daba golpecitos con el dedo al celular, el taxista cada tanto la miraba por el espejo. Teresa abrió el celular y marcó de nuevo. Otra vez terminó en la casilla de mensajes. Cerró el celular de un golpe y dio una ojeada a su alrededor, el semáforo estaba en verde.
Miró al chofer, pero el hombre no daba indicaciones de arrancar.
—¿Pasa algo? —Teresa se inclinó hacia el taxista—. La luz está en verde, ¿por qué no avanzamos?
El hombre se limitó a observarla por el espejo retrovisor.
—Creo… que mejor me bajo acá —dijo Teresa y trató de abrir la puerta.
Tardó un minuto en recordar que había puesto la traba. La quitó, lastimándose un dedo, y empujó la puerta hasta que consiguió abrirla. Apenas había puesto un pie fuera, cuando el auto se puso en marcha. Teresa logró volver a sentarse, pero la puerta golpeó varias veces antes de que pudiera cerrarla. El auto avanzaba a gran velocidad.
—Pero ¿qué hace? ¡Casi me mata!
Teresa se sacudía en el asiento trasero mientras el coche aceleraba en una avenida hecha autopista. La rapidez parecía irreal, así como que ya no hubiera semáforos ni nada que los detuviera.
—¡Deténgase! ¡Por favor, pare!
Pero el auto aceleraba cada vez más, hasta que los borrones a su alrededor hicieron que se sintiera mareada y tuviera que cerrar los ojos. El celular y la cartera habían quedado en el piso, y ella se aferraba al asiento con dedos sangrantes.
La velocidad era tal que comenzó a sentir un pitido en los oídos. Y se descubrió a sí misma murmurando: por favor, por favor, pare.
Lo hizo. Bruscamente. Teresa se golpeó contra el asiento delantero y quedó casi tirada en el hueco entre los asientos, con la cartera a su lado y el celular clavándosele en las costillas.
Sintió que la puerta se abría, pero le costó mucho moverse. Se levantó de a poco, vio al conductor inmóvil en su lugar, y la puerta del pasajero levemente entornada. Se acercó a ella como pudo, sin dejar de observar las manos del taxista, por si arrancaba de vuelta.
Salió del auto y por fin pudo suspirar, pero cuando levantó la vista, vio que estaba frente a su edificio. Se volvió, el taxi ya no estaba allí.
Teresa miró desconcertada y dio vueltas sobre sí misma. Un hombre que pasó a su lado la observó con sospecha y se alejó lentamente. Teresa, lo siguió con la vista, extrañada, y estaba a punto de decir algo cuando escuchó que sonaba su celular.
No había notado que lo tenía en la mano, lo abrió para contestar.
—¿Señora Teresa Díaz? —dijo la voz del otro lado.
—Sí… —contestó automáticamente Teresa.
—La llamo de empresas “El taxi” para informarle que su auto llegará en tres minutos, aproximadamente a las 8.05. Lamentamos la demora.
Teresa miró su reloj, eran las ocho, y dos minutos.
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