En “El fantasma de la Ópera” un individuo siniestro se esconde entre los bastidores de la Ópera Garnier de París. En “El tercer hombre” otro fantasma se oculta por las cloacas de una Viena de posguerra, huyendo de la policía aliada. Son dos monstruos en los que el rencor o la ambición triunfó sobre el amor, que nublaron su conciencia al querer convertirse en jueces de la realidad, que se marcaron un objetivo y no repararon en los medios para alcanzarlo. Son dos desechos de humanidad, cada uno a su modo, que no merecieron un final feliz porque se habían convertido en un peligro para la sociedad. En “El tercer hombre” (The Third Man, 1949), ese asesino sin escrúpulos es Harry Lime y le da vida un Orson Welles que, aunque no firme el trabajo, deja en él su sello temático y cinematográfico.
Estamos en la Viena de 1947, dividida en cuatro zonas que se reparten americanos, soviéticos, franceses e ingleses: es el comienzo de la Guerra Fría, y la miseria material convive con otra de tipo moral que causa aún mayores estragos entre la población civil. La ciudad está muy destruida y a ella llega un mediocre escritor norteamericano de novelas del Oeste, Holly Martins (Joseph Cotten), para reunirse con Harry, que le ha ofrecido un trabajo. Pero la sorpresa es mayúscula porque le comunican que su amigo acaba de fallecer atropellado por un camión. Tras el entierro, Holly comprueba que los testimonios no coinciden y que el cadáver fue trasladado por un tercer hombre no identificado por los testigos. La historia se enreda con investigaciones, muertos y una mujer checoslovaca, Anna (Alida Valli), novia de Harry que es detenida con un pasaporte falsificado. Poco después, en una noche oscura y lúgubre, la luz de un balcón descubre el misterio mejor guardado… y el rostro de Harry/Orson Welles da inicio a otra película, o al menos a otra cara de la película.
El mercado negro y un tráfico fraudulento de penicilina adulterada deja muchas víctimas y una turbia atmósfera donde se respira tensión y pobreza moral. Carol Reed, director del film, transmite esa sensación malsana con un juego de luces y sombras herederas del expresionismo alemán, con una cámara que coloca inclinada y con acusadas angulaciones que generan inestabilidad emocional, con cambios intencionados de raccord de dirección o con un montaje trepidante que desorienta al espectador y a los mismos personajes en su deambular por las calles o por las cloacas de la ciudad, por no hablar de un eficaz uso del sonido (basta escuchar la persecución por las cloacas) o del fuera de campo (el disparo final es magistral). Pero ese clima de tirantez y hostilidad no sería el mismo sin los acordes de una cítara que, desde los títulos de crédito, marca el camino tenebroso de una triste historia. El tema musical y escenas como la aparición de Orson Welles en el portal oscurecido o la noria del Prater han quedado para siempre grabadas en la cabeza del espectador, lo mismo que ese final recorriendo el prolongado paseo otoñal… antológico desenlace de un amor que había sobrevivido a la muerte y de otro que no llegó a cuajar porque la conciencia se impuso al corazón.
En cierto sentido, la película puede verse como una historia negra que firma Graham Greene, y también como el fracaso de un amor (romántico o de amistad) que fue enterrado dos veces y en el que la realidad superó a la ficción. Y esto es así porque Harry, con su actividad criminal y sin pretenderlo, proporcionó a su amigo Holly una siniestra historia para sus novelas, con pistoleros que recorrían las cloacas en lugar del Grand Canyon, y con el mismo destino persiguiéndoles los talones. Como le dicen al escritor en su improvisada conferencia, a veces es peligroso acercar los dos ámbitos… y quizá fuese mejor no escribir la verdad. Curiosa y escalofriante es, por otra parte, la justificación del personaje de Harry para tal negocio desde lo alto de la noria, al referirse a esos puntos negros que aparecen abajo y preguntarse si merecerían compasión si desapareciera alguno de ellos por 20.000 dólares; en una falaz argumentación, se atribuye el derecho a hacer sus propios planes quinquenales, como los propios gobiernos que no ven personas sino pueblo en general, en una clara crítica al genocidio nazi.
Si las escenas de la persecución por las calles o por las cloacas están magníficamente rodadas, si la secuencia del referido paseo final es antológica, también merece ser destacada la del niño que inocentemente comienza a acusar a Holly del asesinato del portero, delante de todos los vecinos: resulta estremecedora y reflejo del clima de miedo, denuncia y desconfianza que se vivía tras una guerra que terminaba y ante otra que comenzaba. Además, son muchos los primeros planos que recogen un periodo difícil (del trío protagonista o del Mayor Callovay, interpretado por Trevor Howard), en donde el amor y la esperanza parecían enterrados en cementerios o cloacas porque algunos monstruos habían muerto, pero otros amenazaban la vida de los supervivientes.
En definitiva, con “El tercer hombre” queda retratada una época de tensión donde la supervivencia era la norma y donde nadie aspiraba a ser héroe -eso le dice interesadamente Harry a su amigo en la noria-, pero donde algunos monstruos parecían convertirse en fantasmas para volver a la vida y esconderse en las cloacas de una ciudad repartida como un rico pastel envenenado.
111En las imágenes: Fotogramas de “El tercer hombre” – Copyright © 1949. London Films. Todos los derechos reservados.
Publicado el 22 febrero, 2015 | Categoría: 10/10, Años 40, Drama, Filmoteca, Gran Bretaña, Negro
Etiquetas: Alida Valli, amistad, Carol Reed, El tercer hombre, ética, Graham Greene, guerra, Joseph Cotten, Orson Welles, Trevor Howard