Los babuinos que viven en las llanuras africanas pasan un tercio de su vida durmiendo, y cuando se despiertan dividen su tiempo entre viajar, buscar comida, comer y el tiempo libre, que dedican esencialmente a relacionarse y acicalarse mutuamente la piel en busca de piojos.
No es una vida excitante, pero no ha cambiado mucho en el millón de años transcurrido desde que los seres humanos evolucionaron a partir de sus antepasados simios. Las exigencias de la vida todavía imponen que pasemos nuestro tiempo de un modo que no es tan diferente de cómo lo pasan los babuinos africanos.
Horas más, horas menos, la mayoría de las personas duermen un tercio del día y dedican el resto a trabajar, desplazarse y descansar, en proporciones aproximadas a la de los babuinos.
Como ha señalado el historiador Emmanuel Le Roy Ladurie, en los pueblos franceses del siglo XII -que se contaban entre los más avanzados del mundo en aquella época-, el pasatiempo más común seguía siendo despiojarse mutuamente. Claro que hoy día, ¡tenemos la televisión! Los ciclos de descanso, producción, consumo e interacción social constituyen elementos esenciales de cómo vivimos la vida, lo mismo que nuestros cinco sentidos. Como el sistema nervioso está construido de tal forma que sólo procesa una pequeña cantidad de información cada vez, la mayoría de las cosas que podemos captar las tenemos que aprehender por series, una detrás de otra. Suele decirse de un hombre rico y de un hombre pobre que, “al igual que los demás, deben ponerse los pantalones una pierna tras otra”. En cada momento sólo podemos tragar un bocado, escuchar una única canción o leer un artículo. Así, las limitaciones de la atención, que es la que determina la cantidad de energía psíquica de que disponemos para experimentar el mundo, nos proporcionan un guión inflexible conforme al cual vivir.
Un corredor de bolsa de Manhattan, un campesino chino y un bosquimano del Kalahari desempeñarán el mismo guión humano esencial de un modo que al principio parecerá no tener nada en común. Al escribir sobre la Europa de los siglos XVI al XVII, las historiadoras Natalie Zemon Davis y Arlette Farge comentan: «La vida diaria se desenvolvía dentro del marco de las perdurables jerarquías sociales y de género». Esto es igualmente aplicable a todos los grupos sociales que conocemos: cómo vive una persona depende en gran parte del sexo al que pertenezca, la edad que tenga y la posición social que ocupe.
La circunstancia del nacimiento sitúa a una persona en un lugar que determina en gran medida el tipo de experiencias que conformarán su vida. Lo más probable es que un niño de seis o siete años, nacido en una familia pobre de una de las zonas industriales de Inglaterra hace doscientos años, tuviera que levantarse a las cinco de la mañana e ir rápidamente a la fábrica para manejar los ruidosos telares mecánicos hasta la puesta de sol, seis días por semana. A menudo moriría de agotamiento antes de alcanzar la adolescencia. Una niña de doce años nacida en las regiones francesas que elaboraban la seda en la misma época se sentaría junto a una cuba todo el día, sumergiendo capullos de gusanos de seda en agua hirviendo, para ablandar la sustancia pegajosa que mantiene los hilos juntos. Lo más probable es que muriera debido a enfermedades del sistema respiratorio por sentarse desde el alba hasta el atardecer con los vestidos empapados,
¿Qué puede experimentar a lo largo de su vida un niño nacido en los barrios bajos de Los Ángeles, Detroit, El Cairo o México capital? ¿En qué se diferenciará de las expectativas de un niño nacido en una zona residencial de lujo estadounidense o en una familia acomodada sueca o suiza?
Desafortunadamente no existe una justicia especial ni hay razón alguna para que una persona haya nacido en una comunidad paupérrima, tal vez incluso con un defecto físico congénito, mientras que otra empiece la vida con buena apariencia, buena salud y una gran cuenta en el banco. Así pues, mientras que los principales parámetros de la vida están fijados y nadie puede evitar tener que descansar, comer, relacionarse y realizar al menos algún trabajo, la humanidad se halla dividida en categorías sociales que determinan en gran medida el contenido específico de las experiencias. Y para hacerlo todo más interesante existe además la cuestión de la individualidad.
Si miramos a través de una ventana en invierno, podemos ver caer perezosamente millones de copos de nieve idénticos. Pero si nos proveemos de una lupa y miramos por separado esos mismos copos, muy pronto descubrimos que no eran idénticos, que de hecho cada uno de ellos tenía una forma que ningún otro puede duplicar exactamente. Lo mismo ocurre con los seres humanos.
Podemos decir muchas cosas sobre lo que Susan experimentará por el hecho de ser un ser humano. Podemos incluso decir más sabiendo que es una niña estadounidense que vive en una comunidad concreta y cuyos padres tienen una determinada profesión. Pero una vez que hayamos determinado todo esto, conocer todos esos parámetros externos no nos permitirá predecir cómo será la vida de Susan. No sólo por el hecho de que el azar puede modificar todas las predicciones, sino porque -y esto es lo más importante tiene una mente propia con la que puede decidir desaprovechar sus oportunidades o, a la inversa, superar algunas de las desventajas de su nacimiento.
Si todo estuviese determinado por la condición humana común, por las categorías sociales y culturales y por la suerte, sería inútil reflexionar sobre cómo hacer de la propia vida una vida plena. Afortunadamente hay suficiente espacio para que las iniciativas y las decisiones personales marquen una diferencia real. Y quienes creen que esto es así son quienes tienen las mejores oportunidades de liberarse de las garras del destino.
Vivir significa experimentar a través del hacer, del sentir y del pensar. La experiencia tiene lugar en el tiempo, así que el tiempo es el recurso verdaderamente escaso que tenemos. A lo largo de los años el contenido de las experiencias determinará la calidad de vida y, por ello, una de las decisiones más esenciales que podemos tomar tiene que ver con cómo invertimos o a qué dedicamos el tiempo. Por supuesto, la forma que tenemos de invertir el tiempo no es una decisión exclusivamente nuestra.
Como ya hemos visto, limitaciones muy rigurosas dictan lo que hacemos, sea como miembros de la raza humana o por pertenecer a una determinada cultura y sociedad. No obstante, existe un espacio para las decisiones personales y, a lo largo del tiempo, tenemos en nuestras manos cierto control. Como señaló el historiador E.P. Thompson, incluso en las décadas más opresivas de la revolución industrial, cuando los trabajadores se extenuaban trabajando más de ochenta horas semanales en minas y fábricas, había algunos que dedicaban sus pocas y preciosas horas libres a cultivar intereses literarios o a la actividad política, en lugar de seguir a la mayoría a los bares.
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